Se crío en una ciudad que ya no existe.  De ella, inundada de modernidad, solo sobresalen algunos restos de recuerdos. Bajo la nueva superficie todavía perduran trozos de infancia, raspada por escoria de pirita, cicatrizada de abusos escolares y tamizada, en la orilla derecha del Ebro, por juegos, lecturas y aventuras de vida ligadas a sólidos lazos familiares, de amistad y vecindad, ya engullidos por el tiempo. Ahora, adulto, se sabe hijo de un pueblo desaparecido, como otros tantos vecinos.

Entre abundantes silencios y omisiones, aquel niño que crecía a la vez que el barrio se transformaba de rural a industrial, fue descubriendo la historia de su familia.  Familia que llegó a la ciudad buscando la vida que su pueblo de origen les negaba, intentando recuperar una dignidad que les habían robado una guerra, que a los más jóvenes les ocultaban o disfrazaban. Ahora, adulto, se sabe hijo de emigrantes y vecino de muchos otros hijos de emigrantes.

El niño preguntaba con obstinación hasta ir arrancando retazos de la historia familiar.  La familia materna emigró de tierras de esparto para convertirse en mano de obra de la industria textil catalana. La contienda los fue separando, convirtiendo buena parte de la familia en soldados de un lado, prisioneros, esclavos, militares de otro lado y muertos, mientras las mujeres sostenían la casa. El aumento del hambre y la persecución de la posguerra, los llevó a viajar de bosque en bosque elaborando carbón, hasta convertirse en nuevos parceleros en un pueblo de Aragón, trabajando las tierras que otros abandonaron a la fuerza y sirviendo en casas ajenas.  La familia paterna, viuda y siete hijos, también se vieron obligados a cambiar los vecinos de una localidad a la orilla de una ciudad que ya no existe, por los de ese mismo lugar de Aragón al que unos poco años antes había llegado una familia murciana, la de su madre.  Ahora, adulto, se sabe hijo del hambre, vecino de otros hijos del hambre, aunque la vergüenza lo oculte.

Ni la curiosidad, ni la insistencia infantil consiguieron descubrir que al abuelo se lo llevó la barbarie en su propio domicilio.  Sabía que había muerto en la guerra y fantaseaba que si una bala en el frente, que si una bomba…, convirtiéndolo en héroe. Ya de adulto, cuando su padre se sintió envejecer, descubrió que su abuelo fue víctima, en una cuneta, de la inhumanidad que medra en las guerras y que logra alcanzar a vecinos y conocidos. Nunca supieron donde reposan los restos del abuelo y la familia sufrió durante mucho tiempo las consecuencias. Ahora adulto, se sabe hijo de represaliados por la intolerancia y vecino del olvido.

El niño criado en una ciudad que ya no existe visitaba a parte de la familia, en un pueblo de Aragón de recuerdos ocultos, vaciado de muchos vecinos y receptor de forasteros.  De la mano de su abuelo, descubre el valor de la tierra, mientras chafa por falta de pericia alguna mata del huerto con el que el abuelo se atreve a dar de comer a todo el pueblo mientras le repetía: si los vecinos quisieran…  Experimenta la forma de disfrutar sin reloj del tiempo. Aprende como huele el aire en la tormenta, que el río trae noticias de arriba y saludos del mar, a distinguir las voces del viento, la magia de las caras de la luna, los anuncios de lluvia de las nubes, a leer los atardeceres, que las babas del caracol curan, a tejer el esparto, a hacer redes, a tratar bien incluso a los animales:  gritar, no se grita ni a los bichos, a saber esperar, a mantener la calma, a dejarse acariciar por la vida, a tener esperanza… Con él las conversaciones se le hacen apasionantes y la compañía, aún en silencio y mirando el cielo,  adquieren sentido para reconocer el cariño y la complicidad en una mirada, en un guiño, en un gesto…,  en unas palabras mágicas: refranes, poesías, trabalenguas, canciones, anécdotas, historietas y mensajes que se le graban en el alma :

Aprende, hijo mío, aprende todo lo que puedas aprender.  Aprende que también su puede desaprender.  Hay veces que se desaprende sin querer y otras que hace falta desaprender para seguir aprendiendo.

Ahora, adulto, se sabe hijo de una cultura que se está desaprendiendo, vecino de la baja autoestima, del desapego.

El niño criado en una ciudad que ya no existe se enamoró y fue adoptado por un pueblo de Aragón a la orilla del Cinca. Ahora, adulto, quiere al pueblo como un vecino más, disfrutando del regalo de su familia: una cultura y un anhelo.… pero todavía forastero y vecino de los nadies del mundo entero.  

El pueblo empieza a anegarse bajo una capa de ensueño urbano, ganadería y agricultura extensiva, con aportes de cultura factoría de veneno y plástico…, perdiendo sombras centenarias y autosuficiencia, obligado a desaprender… Ya solo asoman trocitos de la sabiduría milenaria pegada a la tierra con la que le amamantó su abuelo. Aquel niño se convirtió en padre y su hijo en vecino amante de su pueblo, dejándose piel y sueños por vivirlo. El hijo no es forastero…, por ahora.