Será por eso de que la historia no se repite, pero rima, y como decía Cuerda,  llegan las mentiras activas que imponen  quienes tienen en sus manos la interpretación oficial de la realidad. Para ello, amén de una búsqueda irrefrenable de réditos electorales, es pertinente manipular la realidad. Si bien lo primero ha permitido a miles de preconstitucionales salir por fin del armario, para lo segundo se requiere la connivencia de medios y  de la población. Consiste en manipular las palabras hasta que, de tan aseadas y maquilladas, huelan a colonia: las putas serán trabajadoras sexuales, la emigración, movilidad exterior y la censura, un pin. Como bien saben los trileros del lenguaje, al utilizar un vocabulario agresivo se activa el sistema límbico y afloran las emociones, por lo que hay que  narcotizar esa parte del cerebro para  poder encontrar  palabras asépticas, dóciles y biempensantes, no olvide que los ofendiditos están todo el día afilando el cuchillo. Eso sí,  lo realmente conveniente para  su ego y la paz social   es  quedarse quieto en casa frente a una pantalla, canalizando la protesta  a través de  redes sociales, imprescindibles memes y prensa amiga: pen y circo. 

De vez en cuando aparece un político mirando al infinito dispuesto a salvar al cine, a la cultura, a la educación y, ya puestos, a la humanidad entera (ya se habrá enterado  que   entre meteoritos, virus y separatistas tenemos las horas contadas). Y es entonces cuando recuerdo al Negro Enrique y aquella  Guerra de las Malvinas que se jugó a dos vueltas. En la primera ganó el Reino Unido y como en la cúpula del trueno, entraron dos gobiernos  y salió  uno. La Tatcher sería reelegida sin despeinarse, pues la gente normal en general, e incluso los británicos en particular, prefieren ganar que perder, aunque no sepan quién la paga, léase brexit. A la dictadura cívico-militar argentina (solo Cachitos ha sido capaz de juntar nombres y adjetivos con tanta gracia) le paso como a todas las dictaduras, que solo saben  terminar o empezar con una guerra. La vuelta fue contra Inglaterra, en  emocional sinécdoque,  en el Estadio Azteca durante el Mundial de Fútbol México 86. Con Argentina jugaba un tal Maradona. El primer gol de Argentina lo metió de un manotazo. Tampoco hay que rasgarse las vestiduras: fue voleibol, no balonmano. Galeano dijo que aquel gol era, por el momento, la única certeza de la existencia de Dios. Y que aún queden ateos… El segundo gol fue aún mejor y consagró la justicia poética: Maradona recibió un pase de Enrique, todavía en su campo, e hizo algo que solo el locutor Hugo Morales sabía, en concreto desde que era pequeño. El 10 atacaba con el balón cosido al pie  mientras Valdano corría a unos cinco metros de él, más por ver de cerca la jugada que por si le pasaba la pelota, que menudo marrón.  Cuando Shilton  vio de frente  a Maradona hizo lo que habían hecho sus compañeros: tirarse al suelo. No ha vuelto a haber tantos ingleses tumbados en pantalón corto hasta Magaluf. Pues bien, el finísimo Negro Enrique,   irónico trasunto de esos políticos iluminados,  afirmó en el vestuario: “con el pase que le di, si no hacía el gol era para matarlo”. Qué grande. Piense en esa frase cada vez que un político diga defender la educación y la cultura. 

Y yo que quería hablar del significado de las palabras, pero me pasa como a los grandes patriotas, que hablan de España, pero tienen Suiza en la cabeza.