A finales del siglo pasado, una mañana de verano, íbamos de paseo con mi abuelo Marzola. Subíamos por la calle Mayor, acoplándome yo a su paso de bastón. Dejamos atrás la plaza de la iglesia y llegamos hasta el portal, la que es (o era) la principal entrada del pueblo. “Aquí,” me dijo señalando la imponente casona que hace esquina y que le dicen del Comendador, “aquí me contaba mi abuelo que siendo él un crío una noche llegó el bandido Cucaracha con sus compinches vestidos de civiles y hubo tiros y un bandolero muerto, al que al día siguiente tenían encima de un cañizo, como expuesto, para que todos lo viesen.” Y antes de dejarme decir nada, añadió, “si yo hubiera sabido que a un nieto le tenían que interesar tanto estas historias, lo habría apuntado todo y te lo hubiera guardado, porque de muchas cosas uno se olvida.”  Pero para entonces apenas lo escuchaba, pues mi cabeza ya volaba y pude ver nítidamente como subían de la huerta, con Cucaracha al frente, vestidos de uniforme, dispuestos a dar el gran palo. Las miradas entre ellos de ánimo y confianza, de saber que se iban a meter en la boca del lobo, pero que iban armados y con un buen disfraz. Como se encontraban con el alcalde, que les decía a todo que sí pero ya sospechaba algo (se le veía claramente en los ojos) y como tras entrar en casa del Comendador las cosas se empezaron a torcer. ¡Pum! ¡Pum! Dos disparos y un muerto. Gritos, amenazas, los bandoleros corriendo por las calles, desperdigándose por los campos. La plaza del pueblo, la gente que se amontona, los niños que corretean y hacen broma mientras algún viejo aún recuerda el paso de Arbonés, un cañizo en medio, el cadáver y algo de sangre que se escurre entre las cañas. 

El caso es que bien pueda ser que mi abuelo se olvidara de algunas cosas o añadiera otras, quién sabe si él o su abuelo, quizás su padre, sus tíos o sus hermanos, pues cuán difícil resulta ir legando una historia de boca en boca sin que se vaya modificando. Solo hace falta mirar el juego ese de hacer una cadena con un mensaje, pues normalmente cuando llega a la punta se le ha cambiado el significado. A eso, le metemos encima varias generaciones y lo que nos llega, con lo que pasó, pues poco tiene que ver. 

Como toda historia de bandoleros que se precie entre el Cinca y los Monegros, todo empieza y acaba en el bandido Cucaracha, alfa y omega en estas tierras.  El 28 de febrero de 1875 se lo cargaron a él y a sus más cercanos colaboradores en la paridera de Lanica, en el monte de Lanaja, justo al pie de las estribaciones de la sierra de Alcubierre. De los cuatro que lo acompañaban, tres eran de la ribera del Cinca: de Osso, de Alcolea y de Belver. Venían de varios años de vida bandolera y ya deberían de estar hartos porque dice que en los bolsillos del Cucaracha encontraron una carta dirigida al rey pidiendo el indulto, supongo yo que tendrían más ganas de volver a dormir en casa que de otra cosa, porque la vida del campesino y la del bandolero sería igual de dura, pues los primeros estarían en casa y no serían muy  hostigados por la guardia civil, pero estaban condenados a doblar el lomo para el cacique de turno y la alimentación y comodidades no serían muchas más. Sea como fuere, la muerte de Cucaracha acaeció en plena tercera guerra carlista, con partidas sublevadas recorriendo amplias zonas de la Península y llegando a pueblos como Sariñena, donde se conoce que la guardia civil abandonó el puesto y puso pies en polvorosa ante la llegada de esas fuerzas armadas, que liberaron a los presos que había en el cuartelillo. Algunos de ellos eran bandoleros que incluso habían hecho carrera con Cucaracha, pero no se sabe quiénes eran exactamente ni cuáles eran los motivos exactos por los que estaban a la sombra. Así pues, ya tenemos a varios bandidos fugados de la prisión llevándose algunos trajes de guardias civiles. Lo cierto es que las guerras carlistas ya habían sacudido bien toda esta zona. Durante la primera, en 1836, una partida bajo el mando de Ramón Arbonés “Ramonet”, un tipo de Maials que durante años sembró el terror por Cataluña y Aragón, hizo en Albalate varios asesinatos y de Belver se llevaron a hombres, mujeres y niños como rehenes, pues se dedicaban a saquear y, si no sacaban nada, como sería el caso, se llevaban gente para pedir un rescate. 

Y ahora volvamos a la historia del abuelo, a ese  verano de 1875, concretamente a la noche del 19 de julio, cuando varios guardias civiles llegaron al pueblo y pidieron alojamiento. Hasta donde sabemos eran los bandidos fugados, disfrazados, que solicitaban hospedarse en unas casas concretas, se supone que para desvalijarlas, pues habían elegido las más pudientes. El alcalde, Miguel Alaiz Cugota, se lo olió, o eso dicen las crónicas de la época, y acompañado de algunos vecinos decidieron hacerles frente en casa del Comendador. Se produjo una refriega y el alcalde murió de un disparo, mientras el teniente de la guardia civil y el secretario del Ayuntamiento resultaron gravemente heridos.  Apenas esta noticia sacada de un diario de la época nos permite conocer este episodio. De momento coincide con el abuelo en que bandoleros vestidos de guardias civiles llegaron una noche a casa del Comendador y hubo tiros. Pero en aquella historia iba el mismísimo Cucaracha, que como hemos visto ya había muerto, y murió uno de sus hombres, al cual expusieron al día siguiente en un cañizo para escarnio público y las noticias escritas no dicen nada de esto o, al menos, no lo cuentan así. ¿Y cómo lo cuentan? Dicen que murió el alcalde. Al bandolero muerto lo encontramos después, como quedó en otras crónicas de ese mismo año. 

Sucedió la tarde-noche del 27 de noviembre de ese mismo 1875. Recogieron los diarios de la época que la guardia civil del puesto (obviaremos aquí que Belver no tuvo puesto hasta 1899, o eso dice la documentación del mismo) recibió un aviso de que uno de los participantes en el encontronazo de casa del Comendador, Miguel Senar Ríos, de casa de Diego, reconocido como uno de los miembros de la banda del Cucaracha, fue visto en una casa del pueblo, aunque no especifican en cual. Se acercaron las fuerzas del orden acompañadas del nuevo alcalde, Mariano Soldevilla Foj, y llamaron a la puerta. Salió el amo con un candil y detrás vieron al sospechoso (si eres un prófugo de la justicia tú no te asomas por detrás del que abre la puerta cuando está llamando la Guardia Civil), que disparó contra los visitantes, hiriendo en la mano a un guardia, que le devolvió los disparos y acabó con su vida, acertándole en la tripa y en el cuello. Acaba el relato de la prensa indicando que al día siguiente estuvo el cadáver expuesto a la vista de los vecinos hasta las 10 de la mañana. Tanto este bandolero como Joaquín Blasco, de Osso de Cinca, habían sido capturados en Barcelona a finales del verano anterior, pero lograron escaparse en Valencia, cuando los trasladaban a Zaragoza. Poco les duró la alegría, pues a la muerte de Miguel le siguió la captura de Blasco, que consta como prisionero en la cárcel de Gurrea de Gállego en enero de 1876. 

Llegados a este punto, ya tenemos al bandolero expuesto al público que salía en la historia de mi abuelo y podemos completar la historia, aunque sin poner al Cucaracha, que ya estaba muerto. Entonces, Miguel Senar, ¿estuvo en el episodio de la muerte del alcalde?, ¿murió bravamente en un encontronazo armado con la guardia civil como relatan las crónicas de la época? Nada se puede saber con certeza, pues las referencias son escasas y, normalmente, los diarios de aquella época (como los de esta) tiraban hacia el sensacionalismo para vender números, y un buen episodio de tiros cruzados vende más que el asesinato de un hombre acorralado. Abundantes historias de este tipo suelen estar aderezadas de tal manera que resultan poco menos que difíciles de creer. Jamás el bandolero es un hombre asustado, hambriento y cansado, si no que siempre es un tipo bravo, fiero y malo, mientras que las fuerzas del orden o los alcaldes nunca actuaban con cobardía o vileza. En fin, estereotipos que los periódicos iban perpetuando en su empeño por deshumanizar al otro.

Por tanto, la historia que me contó mi abuelo, ¿me la contó realmente así?, ¿me dijo que aquella noche del 19 de julio de 1875 mataron a un bandolero o me dijo que el muerto fue el alcalde? Yo no apunté nada, me estoy acordando estos días y eso es lo que me viene. Entonces, mi tatarabuelo, José Marzola Bardají, que cuando ocurrieron los hechos tendría unos 20 años, le contó a su nieto, al menos 50 años después lo que había pasado, y mi abuelo, entre 60 y 70 años después de que se lo contaran me lo contó a mí y yo, más de 20 años después, lo estoy poniendo por escrito. Hasta hoy, ninguno habíamos escrito nada. O, espera, ¿no sería su abuelo materno, Juan Soldevilla? Porque ahora que me acuerdo, era este el que le contaba más historias. 

Las cosas que vivimos son de una manera u otra y, sobre todo, las recordamos y les damos forma en la memoria según nuestra experiencia, nuestros intereses, nuestra ideología o nuestros prejuicios. Uno de los mejores ejemplos y más cercano es el fútbol. Estás viendo el mismo partido dos personas, una de cada equipo, y ya no hay manera de ponerse de acuerdo. Ahora bien, esas dos mismas personas ven un partido sin ser de ninguno de los dos equipos y están de acuerdo en todas las jugadas, ¿cómo puede ser? Porque solo somos equidistantes hacia las cosas sobre las que no tenemos ningún interés, pero en el momento en que ponemos en juego la más mínima parte de nosotros, ya sea emocional o material, nos decantamos a defender lo nuestro. Y en la Historia pasa algo parecido, pues siempre suele haber varias tendencias enfrentadas y los historiadores no dejamos de ser personas corrientes en continua lucha por no tomar partido o, al menos, eso nos parece. ¿Somos conscientes de que nos posicionamos?, ¿nos esforzamos por no hacerlo?, ¿por ponernos en la piel de los demás?, ¿somos capaces de entender el proceso histórico como un ente pluridimensional compuesto de diversos y enfrentados relatos?, ¿o solo nos vale nuestra versión y lo que nos han contado en casa? ¿Pintamos igual? Cada vez que escribimos una historia conformamos una imagen, creamos un relato que dota a cada episodio de un carácter propio. ¿Acaso es lo mismo describir a los bandoleros como vulgares ladrones y salteadores de caminos, que decir que robaban a los ricos para dárselo a los pobres? ¿Estamos contando lo mismo? ¿Transmitimos lo mismo?

Para todos estos interrogantes no hay una sola respuesta, empezando porque la Historia no está escrita, sino que continuamente se reescribe, y lo que hace cien años se veía de una manera, hoy se ve de otra. Y no solo porque aparezcan nuevos documentos. En la historia de los bandoleros contada en mi familia durante el último siglo y medio, en aquella noche de verano de 1875, ¿quién murió realmente? ¿El alcalde que dicen los periódicos o el bandolero que es lo que yo recuerdo? ¿En qué momento de esos 145 años que median entre el tiroteo y hoy, el alcalde muerto se convirtió en el bandolero? Y todo esto porque ahora soy yo quien debe legar la historia a mi hijo, pero, ¿la de los periódicos, la oral o una mezcla de las dos? Me parece que lo mejor será esperar unos años, que tenga más conciencia e ir un día a pasear hasta el Portal (eso sí, igual no hace falta esperar a que yo lleve bastón), encararnos hacia la huerta y decirle, mientras le empiezo a contar la historia, que no deje de mirar hacia el río, que si está atento, seguro que los verá llegar y pasar a nuestro lado, con la inconfundible altivez que da el vestir de uniforme y como llega el alcalde, perspicaz. La encerrona, el humo y el olor a pólvora que dejan los trabucos, los vecinos que se asoman, gritos, carreras… Y un poco más arriba, en la plaza, ya está el cañizo en medio, con el bandolero que aún tiene los ojos abiertos, vidriosos, mientras la gente se agolpa y lo mira con una mezcla de desdén y compasión y, en una esquina, un viejo le dice a su nieto que se acerque, que mire bien si ese es su deseo, pero que no olvide que “aunque tenga mala fama, Cucaracha es un buen hombre, porque el trigo de los ricos, lo reparte entre los pobres.”