Pudo ser hace quince años, no más. Una mañana cualquiera alguien toma una decisión que no había tomado nunca antes: se come el artículo. No fue  por sus propiedades nutritivas, al parecer los artículos alimentan lo mismo que los adjetivos o los pronombres personales. Fue por sustitución lingüística, una suerte de colonización en la que el hablante cambia la lengua o variedad dialectal  que había utilizado hasta entonces y la sustituye por otra. Esa mañana alguien dijo:

-¿Has visto a Carmen?

Y la forma de hablar que había pervivido durante generaciones empezó a desaparecer, esto es, se empieza a considerar que existe una lengua más prestigiosa y útil, más actual y apropiada . Y que había otra, con todas sus imperfecciones, confusa identidad y rusticidad, que debía desaparecer. Se podría llamar darwinismo lingüístico y es un proceso natural que hace que algunas lenguas o variedades dialectales desaparezcan, aunque para los lingüistas no exista el concepto de progreso o decadencia de la lengua, solo su  modificación, equiparando de esta forma la lengua al concepto de energía. Ya sabe. Es algo que ocurre continuamente, pero cuya percepción cambia completamente cuando es uno mismo al que le ocurre, algo así como el dolor de muelas. Y es algo que configura, como pocas cosas, la identidad de las personas, ese extraño concepto que en España  ha quedado relegado a la repetición de franjas de tela de  colores rojo y amarillo, en anchura y frecuencia variable (ora dos a uno, ora cuatro a cinco),  en los balcones: esa ridícula  balconocracia made in China. 

Quince años después de esa mañana  está el pueblo irreconocible: los perros ladran entre los olivos y un cernícalo está posado en vuelo estacionario sobre el maizal. Lo que la indigencia intelectual y la glaciación educativa de la  dictadura no había conseguido en cuarenta años lo ha logrado la televisión y esta inane sociedad multipantallas en el que el Rubius es más conocido y respetado  que Cuarón.

La académica Inés Fernández Ordoñez afirma que el modelo lingüístico antes lo fijaba la literatura y ahora lo fijan los medios de comunicación, que tienen un léxico mucho escaso para que sea más comprensible. Y pese a que esa sea una de las causas del problema, precisa también que hay que diferenciar entre lengua hablada y escrita, cada una con sus patrones y normas propios: mientras la lengua estándar depende de la educación y garantiza la inserción social e incluso laboral de la persona, existen las formas propias del habla y estas dependen de la voluntad colectiva de los propios hablantes.

Sin embargo, pese a que la progresiva aplicación de los patrones comunicativos escritos en la oralidad son los que aniquilan cualquier variedad dialectal, es posible una vindicación práctica de la lengua materna. Basta con saber diferenciar los ámbitos sociales y el registro lingüístico que en cada uno de ellos hay que utilizar, verbigracia: se utiliza la lengua materna en el bar de Casado y la lengua estándar en esta pantalla que usted está leyendo.

El punto crítico, el punto de no retorno, se produce cuando los progenitores deciden no transmitir su lengua materna a los hijos, en beneficio de otra considerada más útil. Cuando esta situación se reproduce de manera generalizada se llega a la minoración de la lengua, rompiendo el cordón umbilical y quedando esta relegada a grupos de población aislados, garantizándose así su extinción  en el momento en el que esa lengua deja de ser vehícular. 

Esa estandarización lingüística en la que estamos inmersos ha sido aceptada acritícamente, sin cuestionamientos, muchas veces como forma de pertenencia a grupos sociales que consideran a todo aquello minoritario como algo tendente a la extinción. Si durante muchos años el aldeano era reconocido en contextos urbanos por sus gestos y forma de hablar, hoy en día el aldeano es aquel incapaz de reconocer las características culturales  inherentes a cualquier minoría. Cuando García Márquez escribió que  “el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo” está definiendo la lengua como constructo cultural imprescindible en la supervivencia como especie. Y en esa supervivencia lleva aparejada su permanencia: en el momento en el que deja de garantizar la supervivencia, deja de tener sentido. Aunque esta ausencia de sentido  no  sea siempre,  no en todos los sitios y no para todas las personas. Usted sabrá cual es su situación.

Por su parte, Sergio del Molino reflexiona sobre la lengua y sus convenciones en la seminal La España vacía: “Reyes (Joaquín) no recreaba una forma de hablar, sino que hacía creer que no existía para él otra forma de expresión. Cuando todos los actores hablan igual y construyen sus chistes con las misma expresiones vernáculas, convierten un dialecto local en la norma del idioma. Es decir, que no se burlan de la gente de Albacete, sino de todos los que homogeneizan los discursos  y los modales. Antes, todos los locutores hablaban con la misma prosodia engolada. ¿Y si lo correcto hubiese sido hablar como un gañán de Albacete? Desde unos supuestos aparentemente hermanados con el humorismo grueso de radicalización de los campesinos, La hora chanante les dio la vuelta y reveló la impostura de los usos y convenciones del lenguaje y la comunicación”.

Pero tenemos un ejemplo mucho más cercano y preciso: Los Titiriteros de Binéfar. No solo utilizan el toponímico para definirse sino que defienden la lengua materna sin  complejos. En la canción Una sardina el estribillo debe repetirlo la Eva, no Eva, usando en el registro de la música popular las pautas propias del habla coloquial. Tal vez por eso, entre otras muchas cosas, fueron Premio Nacional de Cultura.

Sin embargo, actualmente  existen dos tendencias bien diferenciadas en este etnocidio cultural con rostro amable: los que consideran la lengua materna como el habla basta que además de ser errónea debería desaparecer y los que consideran el habla materna como una consecuencia imprecisa de la cercanía catalana. Unos, acorralados por los complejos y por la apología del cuñadismo, los otros  inmersos en ese adanismo pueril que ignora al  latín como lengua madre de todo el Mediterráneo. Había que hablar en español, había que hablar en la lengua del imperio, reduciendo todas las demás lenguas y variedades dialectales a lo folklórico como forma de reclusión en lo anecdótico. Pero, curiosamente, suele ser ese mismo hablante  el que defiende la pervivencia de arcaicas tradiciones y de piedras catedralicias, como si las palabras no tuviesen esa categoría que las pudiese dignificar, reduciendo de este modo el pasado a un simple acto de selección maníquea. 

Se extingue una forma de hablar y desaparecen palabras del léxico en beneficio de otras, invasoras desprejuiciadas. No hay nada que hacer salvo deleitarse cuando escuchas las palabras otri, hordio, fuina o branquil, nombres que pertenecen a un mundo muy antiguo y que por esa razón definen con precisión quirúrgica los planteamientos vitales de una sociedad que se basó en parámetros antropocéntricos cuyo exclusivo sustrato fue la naturaleza. O, por otro lado, de pensar cuando escuchas que los perros ladran entre los olivos… que no se pue ser más pichorro.

Pese a eso, siempre que uno se esfuerza en explicar algo, emerge  la poesía para dinamitar obtusas pretensiones. Y queda todo dicho:

Muerte y vida de las palabras (fragmento), Bernardo Atxaga

.

.

Así mueren 

las palabras antiguas:

como copos de nieve

que tras dudar en el aire

caen al suelo

sin un lamento.

Debería decir: callando

.

.

¿Dónde están ahora las cien

maneras de decir mariposa?

En la costa de Biarritz recogió 

Nabokov uno de aquellos

nombres: misericoletea.

Mira, está hora bajo la arena, 

como la astilla de una concha.

.

.

Y los labios que se movieron

y dijeron justamente

misericoletea

los de aquellos niños

que fueron los padres

de nuestros padres,

aquellos labios duermen.

Mapa lingüístico de ALEANR en el que se muestran los diferentes nombres utilizados para definir a la mazorca de maíz en Aragón.