Tenía tres años y estaba en la guardería. Debía correr el año ochenta y tres u ochenta y cuatro. Siempre resulta complicado datar los recuerdos pero imagino que de ahí vienen mis recuerdos más antiguos. Recuerdo que no quería ir allí y, vagamente, como entre las brumas de una borrachera, recuerdo ir llorando, gritando y a rastras. Todo el camino a rastras. Y recuerdo perfectamente el empedrado del patio de la guardería y una misteriosa puerta de madera en el patio al otro lado de la cual estaba el cuarto de las ratas. Supongo que no era más que una habitación normal pero a nadie le quedaban ganas de averiguar esa verdad. Y poco más: jugar en la plaza de la iglesia, una pared pintada con caperucita y el lobo, una mañana de lluvia, un olor a guardería que solo he sido capaz de evocar en la vida al volver a entrar en una, una bata en un perchero, estar sentados en el suelo aprendiendo unos villancicos o un compañero al que no había manera de hacerle comer la merienda y se quedaba ahí sentado horas delante de un bocata de mortadela de olivas mientras los demás jugábamos por ahí a lo que fuera.

Pero lo que mas nítidamente recuerdo es un carro de gitanos por el camino del río. Mirar por la ventana que daba a la huerta y ver ahí parado un carro. Creo que estuvo unos cuantos días. Allí parado.

Lo cierto es que no recuerdo que nadie preguntase nada. Estábamos ahí los críos mirando por el balcón de atrás de la guardaría. Imagino que sería algo como: ahí hay un carro. Y al segundo siguiente todos apelotonados en la ventana mirando. Imagino que la Lali, la maestra, trataría de dispersarnos para seguir con lo que estuviéramos haciendo. Imagino que todos preguntaríamos al llegar a casa.  Desde luego aquello no se podía obviar : en el paisaje fosilizado que ofrece una ventana aparece ahí, de repente, una gente con un carro y unas mulas. Pero no recuerdo que nadie ofreciera ninguna explicación. O al menos no recuerdo la explicación sino más bien una especie de temor poco concreto.

Pensado tiempo después parece claro que fue la primera vez que vimos al otro. Descubrimos la otredad. Es un momento importante. Y la comunidad coge las riendas para marcar el carácter con que se deben afrontar esas relaciones con el otro. En nuestro caso: con miedo. En la pared estaban el lobo y caperucita para recordarnos lo que sucede a los críos incautos y desobedientes. Pero la comunidad contaba con muchas mas historias. Historias más cercanas. Todo un acervo cultural repleto de recelos, prejuicios y amenazas ejemplificados en diversas historias sucedidas en pueblos cercanos y a través de las cuales los mayores te hacían ver a los gitanos como una presencia inquietante. El forastero siempre como amenaza y nunca como promesa. Estaban los Quitasebos, estaba El hombre del saco y estaban los gitanos. Por aquí nadie hablaba de ningún Melquíades que hubiese traído maravillas como el hielo. Nadie parecía pensar en quién podía ser realmente aquella gente. Puede que alguien se acercase para ver si necesitaban algo. Puede que establecieran algún tipo de relación con algunos pocos sedentarios. Pero, en general, nadie intentó ver lo que había en ellos de humano y de monstruos. Comprobar por sí mismo aquel bagaje. Recuerdo años después ver al primer negro. Pero eso es otra historia. O puede que no. Puede que sea la misma.

Los gitanos estaban además dotados con algunas cualidades físicas casi sobrenaturales: corrían que se las pelaban o podían saltar vallas imposibles. No se lo brinca un gitano era algo, sencillamente enorme, desproporcionado, imposible de brincar. Todas estas cualidades les acercaban a los ogros de los cuentos populares. Y, al igual que los ogros de los cuentos populares, eran una construcción de la tribu para atemorizar a los niños. En el caso de los cuentos y los ogros se buscaba que los críos no se fueran solos al bosque. En el caso de los gitanos algo parecido: despertar el miedo para que no se les ocurriera acercarse demasiado a esos peligrosos nómadas. Circulaban historias. A un crío de Osso se lo llevaron y ya nunca se supo de él. En Binaced, se dedicaban a secuestrar críos a la salida de la escuela para dárselos de comer a los monos. A los monos, en serio. Secuestraban críos para dárselos de comer a los monos que llevaban para hacer sus espectáculos callejeros.

Y por mucho que ahora cueste imaginar a unos hombres trinchando a un crío para alimentar a unos monos, esto ya no era un cuento. Se contaba con pretensión de noticia, no de relato. Y lo recibías como verdad principalmente porque la comunidad lo sentía como verdad. Es decir, no era una estratagema para asustar a los críos como en el caso de los cuentos populares. Era un miedo que sentían también los adultos. Un miedo que se nutría de infinitud de recelos, prejuicios, suspicacias y, sobre todo, desconocimiento.

Porque las personas que transmitían ese caudal no eran gente que crearan fábulas o parábolas con un afán pedagógico. Eran hombres y viejas tan asustadas como los críos. Hombres y viejas cuyos prejuicios llevaban años cociéndose en la olla de una dictadura ultraconservadora generadora de una comunidad derrotada, atemorizada, oscurantista y perpetuamente empobrecida por una élite que solo sembró rencor e ignorancia.

De todas formas, sería un error y muy arbitrario tratar de culpabilizar a la comunidad. Las relaciones entre nómadas y sedentarios han sido muy parecidas en todas las épocas y lugares. Casi siempre y en casi todas partes han sido problemáticas y recelosas. Por otra parte, las relaciones de las clases populares con la información no es que hayan avanzado de una manera notable. Y eso que, en principio, las nuevas generaciones han gozado de más oportunidades con respecto a la educación. La diferencia fundamental estriba, a mi juicio, en que nuestros abuelos eran prácticamente analfabetos y no tenían información ni acceso a la educación. Pero eran conscientes de esa ignorancia. Ahora a la ignorancia se le suma el desconocimiento de esa ignorancia. La conciencia de la ignorancia es lógico que te haga receloso y desconfiado pero te blinda, al menos, de los embaucadores. El desconocimiento de esa ignorancia, sin embargo, te convierte en un incauto idóneo, una presa fácil para, a través de los medios de desinformación imperantes al servicio de unas élites, convertirte en un peón militante al servicio de los intereses de esas élites. Dicho de otra manera, en un lameculos servil.

Y a este respecto, podemos concluir tratando de averiguar de dónde viene la expresión no se lo salta un gitano. Parece ser que hay que remontarse a la época del bandolerismo, a principios del siglo XIX. Muchos bandoleros andaluces pertenecían a la cultura gitana.  Cuando los terratenientes se trataban de defender de los bandoleros colocaban vallas gigantescas alrededor de sus haciendas. De ahí viene: esta valla no se la salta un gitano. Los poderosos difamaron a toda una comunidad sembrando así el recelo entre las clases populares. En qué momento esas clases populares decidieron que debían estar del lado de los terratenientes y no del de los bandoleros es otra historia. O puede que no. Puede que sea la misma.