En la mitología griega, el gigante Anteo, hijo de Gea y Poseidón, ejemplifica el apego a la tierra. Defensor a ultranza de sus dominios, no solo se negaba a abandonarlos, sino que mataba a todo aquel desventurado que osaba atravesarlos. Con los cráneos de sus víctimas iba construyendo un templo en honor a su padre, que irremediablemente se derrumbaba ante el más insignificante soplo de viento o la más liviana lluvia. Nadie podía derrotar a Anteo, pues su fuerza provenía de la tierra, de su madre, y cada vez que era tumbado volvía a levantarse con renovadas energías. Heracles, en su camino al jardín de las Hespérides, se cruzó con él, pero el hijo de Zeus fue más listo que sus predecesores: en lugar de empecinarse en hacer morder el polvo a su rival, lo alzó en el aire. Desprovisto del aliento de Gea, Anteo murió mientras sus dedos acariciaban el vacío.

Para el poeta polaco Zbigniew Herbert, esta historia esconde un significado profundo: “Resulta tremendamente complicado convencer a alguien de que merece la pena amar un miserable trocito de tierra, pequeño como la sombra de un asno o de un álamo, o una casa derruida, o una ciudad asolada a orillas de un río seco, es decir, el lugar que nos vio nacer y que no pudo alimentarnos ni darnos amparo” (El rey de las hormigas, Acantilado, 2018). 

En el albor de la civilización alguien sintió la necesidad, consciente o inconsciente, de introducir en el relato del mundo la idea de la estima a la aldea, a la casa, a la calle, al paisaje más próximo. No estamos aquí ante una pasión encendida, como la que lleva a agitar banderas o empuñar espadas, sino que nos encontramos con un sentimiento mucho más sutil, quizás no tanto por la alegría de estar como por la desazón de no permanecer sobre la misma superficie en el que dimos la primera patada a una piedra. 

La existencia de esta comezón no ha impedido, a lo largo de los siglos, que las hijas e hijos del pueblo crucen el quicio de la casa en la que nacieron y se vayan a buscar los garbanzos -o quizás algo más inmaterial: los horizontes- lejos de sus afligidos padres. Belver de Cinca no es la Antigua Grecia, ni tiene sus mármoles -qué espléndidos, qué blancos y pulidos-, pero tiene su propia mitología. Solo hay un ilustre vecino que haya recibido la dignidad de figurar en el nomenclátor municipal: Cosme Bueno y Alegre (Belver, 1711 – Lima, 1798). El que fuera Cosmógrafo Mayor del Virreinato del Perú (vamos, el tipo que trazó los mapas de una de las más preciadas posesiones indianas de la Corona española) triunfó en la vida y en la historia yéndose lejos.

Nadie es culpable por irse del pueblo y, pasito a pasito, empujarlo al precipicio de la despoblación. Nada se le puede reprochar al que se va por su pie, sean cuales sean sus motivos, y mucho menos se puede censurar a quienes se van a dormir eternamente a la sombra de los cipreses, otro gran proceso migratorio al que no hay divinidad que ponga solución. Ni siquiera vamos a señalar a todas esas almas que, en lugar de nacer aquí, eligen venir al mundo en China, donde ya andan sobrados de gente. Sin embargo, sí que podemos apuntar con un dedo inquisidor en ciertas direcciones.

Mira, ahí, si aprietas bien los ojos y haces visera con la mano, verás a lo lejos unas administraciones que han invertido en pabellones aquí y allá, y se han olvidado de vertebrar el territorio como es debido, con unos buenos servicios sociales, sanitarios, culturales y de transporte. Tampoco seas demagogo y digas que todos nuestros honrados gestores son iguales y blablabla, porque la mayoría pelea con esmero por esa peseta que tape el bache en el que das un bote cada vez que subes a la Sardera. Sin embargo, una cosa es la buena voluntad y otra el tino, y hoy la lupa del presente permite ver aumentados los errores del pasado.

¡Ah, deja de mirar lo lejos! ¡Qué fácil es ver la paja en el ojo ajeno! Mirate a ti mismo, a tus padres o a tus abuelos. Regaron con su sudor las tierras esperando el dulce fruto del melocotón, y año sí y año también lo único que reciben es un estacazo en forma de anémicas liquidaciones. Aún así, no solo crearon la suficiente riqueza como para sacarte adelante, sino que atrajeron a nuevas gentes que vinieron a su vez a exprimir su sudor por un jornal. Qué oportunidad perdida, la de acoger a estos hijos del Sur y hacerles partícipes del amor al terruño. Nos hemos conformado -y algunos, ni en esto han consentido- con llevarnos bien y nada más. Y qué oportunidad perdida para enseñarnos que, sin necesidad de llegar al extremo de Anteo, nosotros también podíamos sentir el apego al pueblo y a esas anegas que tenemos diseminadas aquí y allá. Pero no: al igual que para el ilustre Cosme, el triunfo vital nunca ha estado en convertir secanos en vergeles, sino en acabar en un despacho pasando el dedo sobre un mapa como el que traza surcos en la huebra.

Y como ni toda la banda ancha del mundo, ni todo el Amazon de Jeff Bezos, podrán traer despachos con muebles de Ikea a cada casa de Belver desde donde cerrar negocios con Chicago, Singapur o Amberes, pues los hijos de todos los bienintencionados progenitores que soñaron para su descendencia un futuro mejor acaban por entender que ese porvenir no está a orillas del Cinca, sino en Huesca, Zaragoza, Madrid o Barcelona (o incluso, sin ir tan lejos, en la muy altiva capital cinqueña, Fraga). Y así lo pensarán porque así se lo inculcaron; una semilla que encontrará terreno fértil cuando salgan una tarde de diciembre a tomarse una cerveza y se vean rodeados de testas argentas o, lo que es peor, de nadie.

En nuestro incierto presente, los mitos basados en gigantes fortachones encuentran difícil acomodo. Pobre Anteo, murió para dar una lección y hoy nadie se acuerda de él. Quizás se lo merecía: al fin y al cabo era un poco tonto y, por derivación, cruel. En Belver hoy quizás se entienda mejor la fábula de la intranquila anciana. “Tú serás mejor: tú no encallecerás tus manos con la jada ni doblarás el lomo falce en mano como hizo tu abuelo, y el padre de este, y el padre de este…”, decía a su nieto. El nieto se aplicó a ello, y descubrió que solo cumpliría el profundo deseo de su abuela -que acabó por ser también el suyo- rompiendo su corazón: dejando su casa y su pueblo para disfrutar de oficinas climatizadas todo el año, el paraíso sobre la tierra en el imaginario familiar. Pasados los años, la mujer, aquejada de insomnio, descubrió una nueva fórmula para conciliar el sueño: contar las casas cerradas a lo largo de la calle. 

El sueño del progreso produce vacíos y eras derruidas.