Cárcel Provincial de Zaragoza a 4 de noviembre de 1939

Querido hermano:
La vida en presente también la vivimos con recuerdos y, cuando me han informado de que te encontrabas prisionero en el Instituto de 2ª Enseñanza de Huesca, mis recuerdos se han dirigido a aquel lugar de vida y de sueños donde estudié el bachillerato. Me he acordado de mis amigos, de las aulas con olor a pasado, de los pasillos, de los libros forrados con papel de periódico, del eco de los bullosos gorriones mañaneros invadiendo los árboles del patio, de la lectura del Quijote que en cada reflexión me hacía más humano y de la tensión ideológica naciente en algunos profesores. Recuerdo sobre todo a aquellos profesores que, cargados de ilusión por enseñar, nutrieron mi ideal para ser maestro. Me pregunto ahora cuál habrá sido su suerte. Así mismo, me duele al pensar en la humillación que ha sufrido ese Instituto al convertirlo en un centro de dolor y represión.

Supongo que habrás recibido alguna carta de casa informándote de que me hirieron en una pierna y estuve un tiempo recluido en la Universidad Comercial de Deusto (Bilbao), que también han reconvertido en cárcel-hospital para prisioneros de guerra. Como la herida empeoraba, me llevaron en un camión de la Cruz Roja al hospital de Liérganes, Santander, donde me operaron. Poco tiempo estuve allí porque, de la noche a la mañana y sin darme ninguna explicación, fui trasladado a la cárcel Provincial de Zaragoza, donde me encuentro en la actualidad.

La guerra ha desgarrado nuestra juventud y desde que salimos de casa los tres hermanos para defender la República hemos sabido muy poco el uno del otro, aunque debo reconocer que no ha pasado ni un solo día sin que me haya acordado de vosotros. Como quien reza una oración en busca de refugio, yo os he buscado en mi memoria para recordar esos días felices de antes de la guerra, como aquel verano de 1929 cuando nos llevaron al campo del Omprio, tú con 12 años y yo con 16, para ayudar en las tareas de la siega. El calor continental secaba hasta el sudor, pero ver tu felicidad subido en el trillo o tirando del ramal de la mula anulaba el cansancio. Tú eras feliz por haberme heredado aquellos pantalones cortos de color gris que, de tantas veces remendarlos, parecían estar bordados. Yo era feliz al fresco de la noche cuando, después de cenar y a la luz de las estrellas, escuchábamos las historias de viajes y lugares lejanos que nos contaba el siño Francisco de Casa el Maestro, que en su juventud fue estibador en el puerto de Marsella y a veces embarcaba para recorrer mundo. Nos hablaba de ciudades blancas colgadas en acantilados o ciudades como Venecia, que en vez de calles tiene canales de agua y en vez de casas tiene palacios. Pero sobre todo me acuerdo del momento en que nos preguntó si habíamos visto el mar y contestamos que no. Él continuó hablando del mar y de lo cerca que lo teníamos de allí, dibujando en nuestra imaginación una inmensidad sin fronteras que unía países y tenía el poder de llegar a todas las partes del mundo. Solo teníamos que seguir el camino hacia el Sol cuando amanece. Para salir del pueblo tendríamos que cruzar los latifundios de Valonga, el Pas y San Miguel, entrando así en Almacellas. Luego llegaríamos a Lérida y, desde allí, a Barcelona, que es donde está el mar.

Solamente he visto el mar una vez, la mañana que me trasladaron desde Bilbao a Santander, y es verdad que el mar te da libertad. El traslado desde Liérganes a la cárcel de Zaragoza se hizo de noche y no pude volver a verlo. El motivo del traslado, aún con la pierna recién operada, fue para hacerme un inesperado Consejo de Guerra. El fiscal leyó varios informes enviados desde el pueblo acusándome de inductor de varios actos delictivos allí cometidos cuando, por ser maestro y saber de números, me nombraron contable de la Junta de Abastos de la Colectividad y secretario del Comité. La pena que pidió fue la capital, es decir, la pena de muerte. El abogado defensor, del que no sé su nombre ni se dignó a hablar conmigo, pidió clemencia y prisión, dando por verdad la acusación del fiscal. Uno de los informes que enviaron de la Jefatura Local de la Falange textualmente decía: “Informo sobre la declaración que hace un individuo: el arriba mencionado (es decir, yo) y vecino de este pueblo, con anterioridad al Glorioso Alzamiento Nacional, pertenecía al Partido Socialista, haciendo grandísima propaganda de sus ideas izquierdistas en favor del socialismo. Con posterioridad al 18 de julio de 1936 formó parte del Comité Rojo con el cargo de secretario y fue uno de los asesores de cuantos hechos delictivos se cometieron en esta localidad. Se le considera muy peligroso para la Causa Nacional”. El informe del Ayuntamiento era similar. A pesar de verme con muletas, el juez Villamana ordenó ponerme en pie para leer el fallo de mi causa. Las piernas me temblaban, las muletas también me temblaban, pero su voz no tembló cuando me impuso la pena de muerte por adhesión a la rebelión. Hipócritas. Fueron ellos los que se rebelaron contra lo que la mayoría habíamos elegido, la República.

Si quiero aportar algún informe en mi favor tengo que presentarlo en el Auditor de Guerra de la 5a Región. Sé que no servirá de nada porque la verdad no se compra ni se mendiga y su odio ya ha comprado la mentira. No voy a negar que al oír la sentencia toda mi sangre estallo en la cabeza, la soledad maltrató mi espíritu y mis cinco sentidos absorbieron toda la negación de la realidad transportándome a una ausencia que ignoro el tiempo que duró.

Habrás observado que esta no es mi letra y que la carta está escrita por otra persona a la que voy dictando. Ironías de la vida. Yo, que durante toda la contienda he estado escribiendo las cartas de mis compañeros que no tuvieron la oportunidad de aprender a leer ni a escribir, ahora dependo de otros para escribir las mías. La herida de la pierna está muy infectada y la pomada que me dio el médico no ha frenado la infección, provocándome una fiebre que da mucho cansancio hasta llegar a un limbo donde no sé si es de día o de noche. La sed que sufro es peor que el hambre y la sarna juntas y aquí, debido a la masificación de prisioneros, tenemos problemas de escasez de agua. Los compañeros que me cuidan la van a buscar a escondidas al depósito de las letrinas con una lata de sardinas. Nunca podré agradecerles su solidaridad. Dicen que alguna noche deliro y que nombro insistentemente a nuestra madre. Debe de ser verdad, porque en mis sueños la figura de mi madre aparece difuminada en una densa niebla donde los abrazos se diluyen en un doloroso vacío.

La hora de las despedidas se acerca y no encuentro las palabras que puedan consolar o decir adiós a nuestros padres, así que vas a ser tú quien me despida de nuestra familia. De nuestra hermana Carmen ya me he despedido, pues vino a verme cuando estaba en Monzalbarba y tuve dos comunicaciones con ella quedando al corriente de mi situación; a nuestro hermano pequeño Joaquín cuéntale toda la verdad que es muy listo y lo entenderá; a nuestro hermano mayor Miguel que siga siendo tan buena persona y que su lucha ahora sea su familia y sobre todo su hijo Jesús. A nuestro padre dale un abrazo tan intenso que note como mi corazón se funde con el suyo y dile que siempre he sabido lo orgulloso que estaba de mí por ser maestro, aunque nunca me lo dijo y en ocasiones me reprochara haber dejado el campo por los estudios; a nuestra madre inúndala de besos para aliviar toda la gravedad de la tierra que presiona su corazón y no le deja ni llorar; y tú no temas por tu vida que ellos, al no poder vengarse de los verdaderos líderes por hallarse huidos, en su locura de venganza, buscarán en las familias que defendimos la República vidas inocentes que sacrificar. En nuestra familia ya tienen la mía.

Hermano, el futuro inmediato a estas alturas no lo podemos cambiar ni la crueldad de algunas personas que entran en una violenta espiral, cuando en la ejecución de sus actos, al creer que tienen el poder, provocan tanta injusticia y dolor; y donde nosotros hemos sido las víctimas y los testigos.

Mi situación ya es insostenible y no quiero que el silencio sea cómplice de los miedos, por lo que voy a confesarte que me muero de todos modos. La infección huele a carne en descomposición, la pierna me duele mucho y mis pensamientos repiten de forma circular que acabe este dolor. Sin embargo, aceptar la muerte como salida cuando se sufre tanto es como aceptar el suicidio. Y yo siempre he amado la vida y la sigo amando. Créeme si te digo que no moriré en la soledad de esta infame cárcel ni delante de la pared del cementerio de Torrero en una fría mañana de otoño, sino en mi pueblo mirando el amanecer donde los sueños buscan el mar y abren su pensamiento a todas las culturas.

Tu hermano y amigo que siempre te ha querido

Antonio

PD. Con el fin de evitar la censura militar, esta carta y unas memorias para no olvidar, se las doy al Padre Gumersindo de Estella que, a pesar de ser capellán en esta cárcel, me dicen que es la única persona que encontrará los cauces necesarios para que puedan llegarte sin riesgos.

II. Para que tu adiós no sea mi olvido.

Primavera 2012.

Querido hermano:

Recibí tu carta del cuatro de noviembre de mil novecientos treinta y nueve, en el patio del Instituto de Huesca donde me tenían recluido, acompañada de la frase: “A tu hermano lo fusilaron el pasado seis de noviembre. Lo siento mucho”. El oxígeno desapareció del aire y la angustia dominó el momento. Todo a mi alrededor quedó paralizado al mismo tiempo que el silencio absorbía todos los sonidos del lugar. Acaricié la carta con la ternura de creer que acariciaba el invisible volumen de tu alma. No recuerdo si lloré.

¿Quién tramitó tu suerte?

¿Quién segó tu derecho a la vida?

¿Quién no lloró tu muerte

y creyó tu lucha por vencida?

La distancia no es un impedimento para que las sensibilidades se atraigan y se unan, y aquel amanecer del seis de noviembre, el desasosiego conquistó mis sentidos. La inquietud duró todo el día, sabedora de que algo cruel ocurría en mi sangre. No es magia, es el poder de los sentimientos. Escribir para no olvidar es mi única herencia. Describir ese amanecer es dar voz a tu mirada respetando tu silencio:

Es lunes, seis de noviembre de mil novecientos treinta y nueve. La mañana es muy fría y hoy en el interior de la cárcel de Torrero nadie ha oído la moto que sobre las cinco de la madrugada se oye nítidamente cuando viene de Zaragoza con la lista de los nombres que han de llevarse a la saca. Eso crea esperanzas… pero son efímeras, porque el sonido de cerrojos abriendo y cerrando puertas, funcionarios vociferando nombres y apellidos, y reclusos gritando: “¡Viva la República!” “¡Asesinos!” “¡Vais a matar inocentes!” indica que hay movimiento en la galería de condenados. La lista había llegado el sábado con dieciséis nombres en la que estaba incluido el tuyo. El protocolo se activa y, con empujones y forcejeos, sois trasladados a la sala de jueces donde uno por uno os leen la sentencia. Luego misa y confesiones en el mismo lugar. Un paseo por el pasillo os conduce al exterior con las cuatro puertas metálicas que se van abriendo y cerrando a medida que vais avanzando. Tu pierna gangrenada y la fiebre, que no te abandona, hacen que necesites apoyo para poder caminar, por lo que uno de los frailes franciscanos, como buen samaritano, te ayuda. Ya no hay interior ni regreso. Atrás quedó el acento diacrítico de los interrogatorios, la humillación al perdedor, el aire denso de las galerías, la lucha por sobrevivir y el eco ingrávido de los ausentes gritando justicia. Delante, una luna en cuarto menguante, un aire puro que huele a tierra escarchada y una sensación de libertad que te estremece, pero que dura solo lo que dura un déjà vu. Pronto os introducen a los dieciséis en la caja de un sucio y viejo camión, acompañados de soldados y clérigos. A ti te reclinan en el suelo, que aún tiene restos de tierra y cascotes de ladrillos que se clavan en tu maltratada pierna. El resto de actores, el director de la prisión, el juez de ejecutoria, el secretario, el médico, los oficiales y los cinco miembros de la Hermandad de la Sangre de Cristo se van introduciendo en cuatro coches para iniciar la sórdida procesión hacia una de las tapias del cementerio de Torrero. A pesar de estar adormecido por la fiebre y sentir que viajas en una espiral logarítmica que multiplica tu desamparo, aún tienes fuerzas para acotar tus sentimientos y emocionarte, cuando al abrir los ojos ves el manto de diminutas estrellas que la rosada matinal ha sembrado en la tierra; o el tenue resplandor de la fogata que los humildes picadores de graba que viven en las terrazas del río Huerva encienden todas las mañanas al amanecer pensando en vosotros; o la estática neblina, que levitando sobre el río Ebro va dibujando su curso y luego… ¡el alba!, que se cuela lentamente en el horizonte de los Monegros perfilando alguna sabina solitaria. Mientras, el camión y su escolta en perfecta rutina, van rodeando el exterior del cementerio hasta situarse en la parte contraria a la fachada principal. Setenta pasos os separan ahora de la tapia maldita que hoy tiene novedades: han colocado delante una valla de tablones de dos metros de alta separada por un espacio de un metro que han rellenado de tierra porque, en estos años de fusilamientos en el mismo lugar, las miles de balas dirigidas para no matar, han reventado el muro y penetrado en nichos y ataúdes. La hora se acerca, es larga y lenta. El abismo se percibe, sabe a hiel y huele a tomillo ensangrentado. La luz avanza muy deprisa y va fijando en el paisaje, los colores y las formas que nacen tras la noche. El silencio sería absoluto si no fuera por esos catorce, quince o dieciséis bullosos gorriones, sí dieciséis, que con su plumaje ahuecado para protegerse del frío, van subiendo y bajando de la tapia al suelo, se alejan y se acercan en vuelos cortos o se esconden y salen de entre los tomillos para cruzarse entre sí moviéndose con pequeños saltos mientras picotean algunas semillas caídas en la tierra helada. Todo está listo para crear una historia de dolor. Dieciséis seres humanos en línea habitados con la pena del inocente y el orgullo sin domar, catorce maniatados, tú y otro compañero en un extremo agarrados con fuerza a las muletas para no caer. Frente a vosotros, otros seres humanos sosteniendo un rebaño de fusiles hambrientos que persiguen vuestro corazón. Sin odio, sin la sensación de que van a cometer un crimen y abrigadas sus conciencias con el deber por cumplir, esperan la orden para disparar, como discípulos obedientes obligados a poner fin a vuestras vidas. El oficial levanta el sable ¡apunten! lo mantiene suspendido un tiempo suficientemente intenso con la intención crear un suspense que no consigue y, mientras lo baja… ¡fuego! La descarga espanta a los gorriones, que asustados emprenden el vuelo todos a un tiempo y desaparecen del lugar en pocos segundos. Nadie ha resultado muerto. Todos menos tú han sido heridos por las balas, y oyes cómo el sonido del dolor, que se hace grave y desgarrador, se va mezclando con los disparos sueltos que impactan en los cuerpos y los hacen inclinar hasta caer al suelo. Tú continúas en pie, agarrado con fuerza a tus muletas. Ni una sola bala te ha herido, pero te han salpicado con la herida del terror. Te queda un segundo para abrazar en el recuerdo a nuestra madre, a tu familia y a tus amigos. Ese eterno segundo que hay entre la ira del oficial que despierta su voz al grito de: ¡inútiles! y la fuerza de la bala que alcanza tu corazón. Luego silencio… mucho silencio.

Codiciosa la bala que te alcanza,

doloroso el silencio que derrama.

Abate sueños… y hunde la esperanza.

Tu madre con su vida te reclama,

oculta en una niebla de tristeza.

La muerte acida que sufre quien te ama.

La vejez ha sido amable conmigo y me ha conducido con dignidad hasta los noventa y tantos. No hace falta ser profeta para saber que la distancia ha sido recorrida y el límite está entre hoy y mañana. Hay quien cree que la muerte está retrasando su funeral y que es solo cuestión de tiempo que la ciencia consiga la inmortalidad o regeneración de nuestras células. Yo esto no lo veré. Otros creen en la reencarnación, esa transmigración del alma sujeta a la ley del Karma. Esto tampoco lo veré. Al igual que no veré ese otro mundo donde las personas que se han querido en este, se encontrarán en él hasta la eternidad… pero cómo me gustaría alimentar intensamente la pasión de creer que existe ese paraíso. Cómo envidio tu credo, tu fe y tu fuerza de convicción, de la cual yo siempre me he sentido huérfano. Cómo desearía equivocarme y encontrar al final mi vida un mundo donde no faltarás tú. Pero sé que no es así, y que cuando mi corazón se pare y deje de latir, mi adiós, será tu olvido.

Tu hermano que ni un solo día te ha olvidado.

Buscaré tu abrazo y cerraré tus penas,

cuidaré tu casa y sembraré tus campos,

recordaré tu vida y esperaré en silencio…

Y cuando vengas con la primavera,

volveremos juntos a pasear por la niñez.

III. El último abrazo

Querido hijo:

                       El vuelo de la misericordia nunca penetró en la conciencia de los vencedores. La reconciliación tomó el camino contrario. La libertad no llegó. Y el plomo impactó en tu corazón mortal, que derramó toda tu sangre inocente.

                       La tierra está helada. Ocultos, bajo su superficie, miles de cuerpos fríos y apiñados te hacen compañía. Cuerpos a los que violentamente han arrancado su vida y aguardan en la oscuridad más absoluta ser desenterrados para volver al amparo de quien les ama y espera. Yo, tu madre, reclamo tu cuerpo… y tu regreso. Reclamo hasta el aire que llena tus huecos con espacios de tiempo pasado.

                       Hoy es 24 de diciembre de 1939. Dicen que hace varios meses terminó la guerra… pero, por más que miro al cielo, no veo ninguna estrella de paz que ilumine el horizonte, ni siquiera percibo una señal de vida que me guíe a pensar, en un día como hoy, en el nacimiento de un aliento cálido que deshiele este tiempo de venganzas. El luto que me invade desde hace cuarenta y ocho días ha contaminado todos los colores que me rodean y ha establecido un gris ambiguo que coloniza mi mundo y su paisaje. La luz que vestía la Navidad ha dejado de existir y la atmósfera de concordia que se respiraba con la llegada de estos días es irrecuperable. Ya no espero un encuentro que me lleve a sujetar para el recuerdo un nuevo período de felicidad. La mesa para la cena de esta noche permanecerá completamente deshabitada, nadie se sentará a su alrededor. Tu ausencia será también la nuestra.

                    Tiempo: Antídoto que todo lo cura, invisible e infinito. No reconoce el dolor ni la alegría y solo respeta la memoria. A veces finge detenerse y llega a formar un bucle repetitivo que va debilitando el hilo mágico de la vida. Ahora estoy inmersa en este bucle, vigilada por el ojo ciclópeo del gigante y centenario carrillón que domina la soledad de esta habitación. El balanceo de su péndulo atrae mi mirada, la cautiva y la deja fija en él.  El compás de su sonido proporciona  movimiento al tiempo, me hechiza con su ritmo, y da paso a que las horas vayan en compañía de una inercia que no ambiciona ninguna salida. Vacía de lágrimas, sin energía y oprimida por mis propios silencios, dejo suspender  la espera que existe entre la impotencia y la rabia. 

                   Las penas, que se nutren de mi desgracia, han llegado a doblegar el hambre, me acorralan, me muerden sin piedad, y desgarran todas las cosas buenas que la vida me dio. El duelo que se ha instalado en mis entrañas recorre todos mis sentidos, y emerge hacia mi pensamiento para que visualice a un ejército de gusanos ciegos que van devorando tu carne y el espíritu que te sostenía. Y entonces, cuando esta tortura va en aumento y llega a superar mi aguante, corro al encuentro del olvido para desterrarte de mis recuerdos y vivir en una amnesia que desprenda de mí este sufrimiento. Pero es inútil, porque ese tiempo pasado y poderoso que retiene tantas pinceladas blancas reaparece con fuerza en la memoria cristalina: te siento crecer en todas tus etapas y proyectar tu vida hacia el lugar donde los sueños encuentran los caminos que conducen al destino deseado. Te veo luchar con ilusión, con esfuerzo, sin más condición que la de ser un buen maestro de escuela y cooperar con tu grano de arena en la construcción de una sociedad más justa.

                   ¿Qué fuerza maligna fue liberada, que se alimentó con las vidas de tantos seres queridos y luego ocultó sus cuerpos dentro en un laberinto sin salida? ¿Qué poder codicioso consiguió cambiar el curso de nuestra sencilla y cotidiana historia? No lo sé. Es, como si un poder terrenal invocará a la conspiración de las fuerzas del mal, y estas abrieran sus puertas para arrasar nuestros destinos, nuestros pueblos y sus culturas. ¡Cuánta alma de genio desperdiciada! ¡Cuánta pasión arruinada! ¡Cuánta libertad perdida!  Y todo esto…¿por qué?

                  Tu muerte mató mi ilusión por la vida. Tu último abrazo, lo abrazo todos los días, y persigo una grieta en esta tierra helada donde meter mis manos para coger las tuyas y arrancarte del lugar donde te tienen secuestrado. Mis oraciones, mis suplicas y mi fe no han servido de nada para salvar tu vida, tan solo aliviaron el dolor del momento. Los guardianes de mi religión, los vencedores, los que afirman ser los buenos y se lo creen, han sido además tus jueces y tus verdugos, abriendo en mí una herida de aversión que me ha conducido a comprender que tengo un alma mortal. El argumento que alimenta la dualidad entre cuerpo y alma, ya no puedo compartirlo. Necesito introducir la vida como tercer elemento. Ya no hay esperanza que apuntale mi fe, cuando ves que la maldad impune de algunas personas es más fuerte y predomina sobre la bondad de un Dios que abandona y se niega a realizar milagros en esta tierra helada.

                    En este tiempo de duelo las visitas a nuestra casa han sido muchas. Me dicen que Dios me ha puesto a prueba y tengo que seguir luchando por los hijos que aún me quedan; que este dolor tan intenso amainará, hasta llegar a ser llevadero; que se aprende a convivir con el dolor; y que de esta situación saldré siendo una persona más fuerte. ¿Acaso he superado el vacío de mi madre que murió cuando era yo aún muy niña? Pero, para quien sabe cómo yo lo que escuecen los ojos atrapados en una mirada que solo ve un humo gris y se siente nómada en un campo de derrotas, las palabras de apoyo saben a baldío y pasan a mi lado sin tocarme, silbando, y no sirven de nada. El miedo se aleja y desaparece. La ira controlada durante todo este tiempo explota como una bomba. La valentía vuelve a mí, la perdedora, y puedo en este segundo maldecir a la cara a tus enemigos.

                 No has dejado una viuda que llore tu muerte ni unos huérfanos con la triste suerte de que nunca volverán a ver a su padre. Has dejado una madre que no encuentra la palabra que explique su desamparo. ¿Qué palabra silenciada o nunca llamada tendrá la dignidad de reconocer esta situación? ¿Qué frase de consuelo, en toda la historia de la humanidad, no hemos sido capaces de articular porque no se han encontrado las palabras adecuadas que definan este sentimiento de pérdida, tan cruel y tan profundo?

                Esta no sé si será una carta de despedida o de encuentros. La búsqueda de tu vida en otra dimensión, posiblemente sea un disparate, pero cuando la tristeza nos conduce a los humanos a realizar locuras para distraerla, es porque queremos encontrar una puerta de salida que se abra hacia otra realidad donde se alojan los espacios de sosiego.

                  Vigilaré desde el horizonte el día en que la equidad deshiele esa tierra y recupere el agua, la vida y los colores. Ese día, yo misma te sacaré de la oscuridad, abrazaré tu cuerpo, tu espíritu y tu vida, y te traeré a la tierra que te corresponde descansar.

                    Tu madre

                   P.D.: En todo este tiempo, por más que lo hemos intentado, no sabemos el lugar donde llevarte un ramo de claveles rojos. Ahora, el hielo ha deshidratado las flores de los claveles que cuelgan de los tiestos en nuestro balcón. Las plantas, que todavía sobreviven, capturan  esas flores  de color rojo oscuro que salpican hacia los ojos de los que siguen conservando la sinrazón de este mundo  gris.

                   Los siempre bullosos gorriones, ahora silenciosos y con sus plumas ahuecadas por el frío, vienen cada mañana a traerme, en el reflejo de sus ojos, tu mirada final.