A comienzos de este siglo fui por primera vez a Austria con la intención de visitar el campo nazi de Mauthausen, el conocido como campo de los españoles. Llegué un mediodía de otoño en que hacía hasta calor. Crucé el pueblo y subí la colina en que se emplaza el campo. Mi idea era visitarlo y volver a Viena en el último tren, pero me entretuve de tal manera que al anochecer solo había visto el recinto interior. No me quedó más remedio que pagar una habitación y acabar la visita al día siguiente. Como para cualquier otro viaje, fui bien pertrechado para la ocasión, pues en las últimas semanas me había empapado de las lecturas de referencia. Españoles en el Holocausto, de D. W. Pike; y uno sobre el famoso tren que partió de Angulema: El convoy de los 927, de M. Armengou. Además, leí las memorias de varios presos que sobrevivieron al campo austríaco: Mauthausen fin de trayecto, de Lope Messaguer; Mauthausen 90.009, de E. Camacho; El sol se extinguió en Mauthausen, de F. Batiste; Mi vida en los campos de la muerte nazis, de P. García Gaitero; Joan de Diego, tercer secretari a Mauthausen, de R. Toran… En fin, que había leído suficientes barbaridades como para hacer frente a lo que me echaran y no sorprenderme por nada. Pero ni por esas. Y que conste que no me impresionaron los muros ni las alambradas, ni siquiera los barracones o los hornos. Lo que más me impactó fue la cantera. Descendí la famosa escalera de 186 peldaños y me planté en medio del agujero, solo, cuando el sol doraba el cielo en el este, pero no se había levantado lo suficiente para inundarlo de luz (alguna ventaja tenía que tener el dormir allí y llegar el primero). El silencio del sitio es como un grito salvaje que no te deja escuchar nada. Y era septiembre y la mañana no era fresca y todo estaba verde y lleno de pajaritos que cantaban, pero nada… vuelves a subir la escalera, muy empinada, con escalones muy altos, en los que apenas cabe el pie. Tristeza, desazón, vacío… lo cierto es que no sé ni lo que sentía… aunque supongo que una mezcla de todo. Y ahí no se había acabado la visita, pues el viaje aún me deparaba un último capítulo. Pasó que como el día anterior ya había visto el resto, me entretuve un poco entre los monumentos que han levantado los diferentes países para sus compatriotas muertos y después entré en la tienda de libros que hay en el campo. Había un superviviente español hablando con un grupo de españoles con toda la pinta de visita guiada, me quedé mirándolo sin escuchar ni atinar a decir nada. Me marché cabizbajo, empequeñecido, impotente. Ya antes me había pasado, en Francia, a finales del siglo XX, cuando coincidí en una pensión con un anciano que llevaba tatuada la matrícula de Auschwitz.  Nunca he sabido quién era ni cuales habían sido los detalles de su vida y eso siempre me ha perseguido. Mil veces me he arrepentido de no haberle hablado aquel día, de no haberle estrechado la mano, o de, al menos, haberme quedado a escuchar. Desde esa falta nace este artículo y el mapa de los deportados bajocinqueños que lo acompaña, y con el que pretendo rendirles homenaje y reconocimiento cuando en este 2019 se cumplen 80 años de la Retirada republicana y de su paso a Francia, preludio de su confinamiento en los campos nazis. 

Aunque llegaron a muchos otros campos, la mayoría lo hizo a Mauthausen, y este ya siempre será el campo de los españoles. En total, entre todos los campos, fueron deportados 9328 españoles, muriendo 5185 y sobreviviendo 3809. Así que murió el 39%. De todos esos prisioneros, 7532 fueron a Mauthausen y de ellos murieron 4816, lo que nos da un exiguo porcentaje del 36% para los sobrevivientes y un 64% para los muertos. Lo mismo podemos decir para los bajocinqueños, pues de los 53 que fueron recluidos, 20 sobrevivieron, es decir el 38%, mientras el 62% falleció. Concretamente a Mauthausen llegaron 44 y murieron 30, es decir, que murió el 68%.  Como vemos, las cifras de Mauthausen prácticamente duplican la del total de prisioneros en todos los campos. Lo que tenemos aquí ahora es un mapa interactivo de la zona baja del río Cinca en la que en cada pueblo se encuentran una serie de chinchetas, cada una de las cuales corresponde a una persona que pasó por los campos nazis. La división en colores obedece a un intento de establecer un orden que nos permita visualizar al instante las diferentes categorías. Así, el azul corresponde a los muertos en Mauthausen o en cualquiera de sus 40 subcampos, principalmente el de Gusen, una cantera de piedra a la que mandaban a la gente directamente a morir. El amarillo es para los que llegaron a Mauthausen con el famoso convoy de los 927, que partió de la ciudad francesa de Angulema y dejó a más de 400 exiliados en el campo, entre ellos dos de Alcolea y uno de Ontiñena. El color negro me sirve para destacar a aquellos que, desde Mauthausen, fueron hechos desaparecer en las expediciones fantasma que llevaban a los detenidos hasta el cercano castillo de Hartheim, donde realizaron todo tipo de experimentos con los prisioneros y en el que acababan gaseados. El color verde es para los que murieron en otros campos, como Bergen-Belsen o Dachau, y el gris para los que sobrevivieron a su confinamiento en los campos pero que murieron a los pocos días, semanas o meses por las duras condiciones a las que estuvieron sometidos. Finalmente, el morado es para los que sobrevivieron, independientemente del campo en el que estuviesen. Una última chincheta, de color carne, es para el monumento que ya desde 1991 rinde homenaje a todos ellos en el parque fragatino de La Estacada. 

MAPA

Como datos que merece la pena destacar hay que nombrar el alto índice de supervivientes fragatinos, pues de 12 sobrevivieron 8, todos en Mauthausen y todos entrando, como muy tarde, en enero del 42, lo cual es toda una proeza. Y también el asombroso caso del albalatino Melchor Meler Millera, que entró en agosto del 40 con 59 años y vio la liberación del campo en el 45. Citar también a los hermanos de Alcolea Lorenzo y José Nasarre Latre, que llegaron en mayo del 44 a Neuengamme y consiguieron sobrevivir los dos. También a dos mequinenzanas, madre e hija que fueron deportadas a Ravensbrück. La hija estaba embarazada, dio a luz y su hijo murió de tifus en el mismo campo, y ella poco después de la liberación. Y los tres casos de aquellos que murieron en el castillo de Hartheim, donde solo entre mayo del 40 y agosto del 41 fueron asesinadas más de 18.000 personas.