Ben Johnson se esnifó el récord del mundo de los 100 metros, en las radiofórmulas triunfaba Mediterráneo de Los Rebeldes, y el coche del año fue el Citröen AX, un utilitario “para la gente que no gasta todo su dinero en el coche”. España aún olía a sacristía, solo siete años atrás unos residuos franquistas, valga la redundancia, habían intentado volver a atrasar cuarenta años el reloj, la entrada en la entonces CEE sirvió para inyectar dinero a espuertas, mientras la sociedad civil en su rápida salida de la anestesia estaba ya más cerca del 92 que del 82, también cronológicamente. Pero todo eso fue antes, antes de internet y de los móviles, antes de Decathlon, antes de la política pop, antes de casi todo.
Binéfar tenía alrededor de ocho mil habitantes, tienda de ultramarinos, críos en las plazas, coleccionistas de sellos, lupanar, geranios en los balcones, solteros dipsómanos, abuelas con delantal y tragaperras en los bares. Un lugar normal, como tantos otros. Pero también tenía una concejala con un sueño en la piel, Mari Carmen Pérez, que decidió añadir el nombre de su pueblo, o villa, a esta serie de ciudades: Madrid, San Sebastián, Palma de Mallorca, Sevilla, Almería, Barcelona y Bilbao. El motivo era simple: el 11 de junio de 1988 Leonard Cohen debía actuar en Binéfar.
Dice Josele Santiago que los lugares con más normas sociales son los pueblos. Puede ser. También que son los lugares con menos autoestima, lógica consecuencia de décadas de supremacismo cultural urbano, de la autosatisfacción con la que estos miran al lugar de sus antepasados y de la aceptación de una hipotética inferioridad intelectual. Pero el mánager de Cohen no era sociólogo y le bastaba con que se pagase el caché de su representado: Cohen actuaría en Binéfar por la misma razón que actuaría en Barcelona o Sevilla. Era el mercado, amigo.
Otra cosa sería la taquilla. Una parte de la sociedad binefarense, según la prensa del momento, temió por sus fiestas patronales. Al parecer creyeron que el dispendio que tamaño artista suponía exprimiría las arcas municipales hasta el punto de imposibilitar la programación de las fiestas mayores, y es que estaban dispuestos a renunciar a todo… menos a dejar de bailar Islas Canarias en la Plaza de España. Fue una versión de aquella máxima que utilizaba la madre de Azcona para intentar atajar las risas en las reuniones familiares: ya lo pagaremos, ya y que suponía la aceptación del sentimiento de culpa que todo placer debe acarrear, judeocristianismo mediante. Ese factor y otros de similar o diferente índole terminarían desequilibrando las previsiones de un concierto que debía ser multitudinario y que no lo fue tanto. Al día siguiente expertos rurales en predecir el pasado ratificaron sus hipótesis con el analítico ya lo decía yo, mientras la intelectualidad urbanita, zahoríes en submarino, llegaron exactamente a la misma conclusión: la versión ochentera del soporífero cuñadismo actual…pero Cohen actúo.
Aguafiestas siempre hay muchos y emergen rápidamente haciendo proselitismo en cuanto se juntan la cultura y los espacios públicos. Para identificarlos a veces basta con observar una mueca casi imperceptible que define una ideología, un chasquido sin que se caiga el palillo, la forma de salir andando de la comisaría. Pero también había un parte de la sociedad que estaba más cerca de los Proscritos que de las tonadilleras de la Cadena Dial, que huía del pasado y quería escuchar el tierra a estribor antes de que se acabasen los víveres. Esos estuvieron todos en el concierto, porque como dice el escritor Miguel Carcasona al recordar ese concierto, algunos bebíamos con Mi agüita amarilla y besábamos con Suzanne. Y detrás del escenario FERTILIZANTES, en tróspida metáfora.
Para las pretensiones culturales de un pueblo, fue un hito sin parangón. Vale, estaba Huesca y la Peña Alegría Laurentina que habían marcado la diferencia en el Jai Alai desde hacía bastantes años, pero era Huesca y esa sala fue especial. Marta Javierre y Fernando Gatón cuentan esa historia en el magnético documental Jai Alai/ Fiesta alegre, la simbiosis entre una peña y una sala de fiestas que puso en erupción la cultura musical de una ciudad apostando por algo tan simple como hacer las cosas por el placer de hacerlas. Viendo ese documental se constata como la épica no estaba nunca en los hechos, en los grandes nombres, sino en su relato, algo que saben muy bien los historiadores y que en aquel momento era construido, aunque fuese aún sin narración escrita, desde la emoción de las vivencias. Cada generación tuvo su concierto catártico, su gran noche musical que impulsó la fiesta hacia delante sin rendir cuentas con el pasado: Lone Star, Ilegales, Huria Heep, Level 42, Bob Dylan, en la plaza de toros, o Sidonie hicieron rayeta, como las grandes riadas, en la memoria de los oscenses. Pero era otra guerra…
Binéfar jugó sin miedo, pero no sola, pues en aquellos veranos El último de la fila actúo en Binaced, Siniestro Total en Alcampell, 091 y Gabinete Caligari en Esplús o Los toreros muertos en Tamarite. Y es que cuesta hasta leerlo en vista de la indigencia musical actual por estos lares. Definitivamente, no es que fueran otros tiempos, que también, sino que diferenciaban las churras de las merinas, algo impensable ahora que proliferan los grupos de versiones, esa calígrafía musical. No solo se reducen las libertades y emergen ofendiditos como setas, también se ha impuesto una visión de la cultura basada en la nostalgia, eso sí, low cost: bienvenidos a la gran regresión. Si antes los pueblos miraban el presente con atrevimiento, ahora miran al pasado con cobardía…y es que una cosa podría ser lo de siempre, como nunca y otra es el acomplejado como siempre, lo de siempre. Mientras, proliferan los denominados grupos tributo…¡de artistas vivos! Sin objetar nada a la capacidad de repetición y el virtuosismo técnico que conlleva, pero nada que la música enlatada no pueda hacer mejor. Habría que empezar a llamar a las cosas por su nombre: ni la emigración es movilidad exterior, ni las putas son trabajadoras sexuales, ni una copia es una versión. Hay palabras que de tan domesticadas y aseaditas terminan oliendo a colonia para parecer inofensivas, evitando así la carga de verdad que llevan implícita. Intentar copiar es solo copiar…mientras una versión es lo que hace Belako con Sinnerman: estarnar con electrónica una canción que Nina Simone canta como un animal herido y hacerle pasar los últimos cincuenta años por encima. O la Señora de Serrat, dulcemente mancillada y entregada a la electricidad enemiga…¿sigo?
Hay historias que justifican un cartel, historias apócrifas como esta: Joe Strummer atravesó el Canal de la Mancha con un Dodge 3700 GT en la bodega de un transbordador. Cruzó Francia de extremo a extremo y entró en España por Bielsa. No fue casualidad, le interesaba especialmente la feroz resistencia de la Bolsa de Bielsa en el 39, el bombardeo nazi del pueblo, la idea de Hemingway del hombre que puede ser destruido pero no derrotado. De esa historia, y de muchas otras, había surgido una década antes Spanish Bombs, una de las joyas del London Calling. Strummer quería volver a Granada y pasó por Binéfar ese 11 de junio. Vio el cartel y entró a ver a Cohen. Si un pueblo con dos semáforos podía hacer ese concierto, el podía quedarse a vivir en España. Y hasta aquí la ficción, porque Strummer se había juntado en Granada con los 091 que actuaron en Esplús ese mismo mes de agosto presentando Más de cien lobos, con producción del propio Strummer. Refréscate con el rock and roll cláshico, rezaban los carteles de ese concierto. Solo había que tener los ojos abiertos cuando se cruzaban las líneas del destino.
27 abril, 2020 a las 8:52 pm
Buenos tiempos musicales a pesar de los expertos rurales en predecir el pasado y la intelectualidad urbanita, … jajaja