“Es impactante ver cómo cada elemento del programa neoliberal

ha sido específicamente diseñado para socavar la democracia.”

Noam Chomsky

El próximo veintiocho de abril, y también el veintiséis de mayo, los españoles estamos de nuevo llamados a las urnas para elegir a nuestros gobernantes. Tendremos, pues, (como ufanamente afirmaba aquel personaje que brotó de forma espontánea en un huerto del rocambolesco pueblo en que está ambientada la película de José Luis Cuerda Amanece que no es poco), la posibilidad de ejercer de ciudadanos de pleno derecho.

Sin embargo, el panorama político es… (Kira, Samuel y Bruno me perdonen) ¡tan kafkiano…! que no estaría de más pararse siquiera un momento a reflexionar si realmente tenemos motivos para presentarnos tan ufana y satisfechamente ante la urna con la papeleta en ristre, pues tal vez el arma democrática que nos fue concedida tras la dictadura no esté cargada sino con balas de fogueo. Y si así fuera, trataremos de dilucidar las posibilidades que tiene un simple habitante de un pueblo como Belver de Cinca para hacer frente a dicha situación. Se impone, no obstante, de antemano hacer un rápido repaso histórico para ver cómo y por qué hemos llegado a donde estamos.

La restauración monárquica que vino impuesta por el dictador trajo consigo la configuración del estado español como una monarquía hereditaria con gobierno representativo. (Nótese que se ha evitado a conciencia la palabra democracia.) Este sistema fue la obra de ingeniería política del tándem Juan Carlos de Borbón – Torcuato Fernández Miranda, quienes se sirvieron de Adolfo Suárez para llevar a cabo un proyecto de reforma cuyo padre ideológico no era otro que Manuel Fraga Iribarne. Una vez que todo estuvo atado y bien atado, se lanzó una campaña publicitaria sin precedentes con el fin de influir sobre la opinión pública con vistas al Referéndum sobre el Proyecto de Ley para la Reforma Política del 15 de diciembre de 1976. La pregunta, muchos la recordarán, era simple: «¿Aprueba el Proyecto de Ley para la Reforma Política?». Y claro, como responder “no” a la pregunta significaba que usted prefería que no hubiese reforma alguna y continuar bajo el yugo del totalitarismo, el proyecto fue aprobado con el 94% de los votos a favor.

Es así como mediante una pregunta capciosa y al ritmo de Habla pueblo, habla… los antiguos dirigentes del franquismo se hicieron con el nuevo estado español. Como en Il gattopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, si querían que todo continuase igual, debían cambiarlo todo. Y lo consiguieron. Los partidos de la oposición, si querían su parte del botín, no tenían más alternativa que bailar al son de la reforma que marcaban los Vino Tinto. Aquel vino, por desgracia, ya no era peleón. Quienes optaron por la fidelidad escrupulosa a sus principios fueron marginados, ninguneados, vilipendiados, ocultados, ilegalizados…

Esta reforma pactada trajo consigo el gobierno representativo. En qué consiste el gobierno representativo es bien conocido por todos: diferentes grupos de personas se agrupan en torno a diferentes combinaciones de siglas que suelen denotar palabras rimbombantes vacías de contenido con el único fin de hacerse con el control del poder político del estado. Para ello deben convencer a base de cualquier tipo de artimañas a la opinión pública de que las personas reunidas en torno a unas siglas concretas son “los mejores” (en griego, aristós). El pueblo, mediante sufragio universal, elije a los ganadores una vez cada cuatro años, delegando en ellos todo el poder (en griego, kratos) político. Esto da lugar, ¡oh, sorpresa! a un régimen aristocrático.

La vitalidad democrática española heredada de las luchas contra la dictadura durante el tardofranquismo (asociaciones de vecinos, movimientos sindicales, comités de empresa y un largo etcétera de grupos que debatían y se organizaban por el bien común) se malogró curiosamente con el advenimiento de lo que se dio en llamar democracia. Ésta sumió a la población española en una especie de estado de infantilismo político al negarle cualquier oportunidad de participar en la toma de decisiones importantes. A partir de ese momento (y en cierta medida los Pactos de la Moncloa del 25 de octubre de 1977 sirvieron para ratificar esta situación) el pueblo se veía constreñido a delegar todo el poder a los representantes elegidos por sufragio. Este sentimiento de frustración de una población ansiosa de democracia que ve cómo sus ilusiones se desvanecen en manos de quienes creían que eran sus representantes es lo que se conoció como el desencanto.

Mucho ha llovido ya desde las primeras elecciones generales españolas después del franquismo. Tras más de cuarenta años de inanición, el aborto de lo que pudo haber sido la democracia española sigue sacando cada cuatro años a pasear su enclenque figura. Es curioso lo poco que parecen haber cambiado las cosas desde aquel lejano 15 de junio de 1977.

Y sin embargo algo importante sí ha cambiado. En 1976 se estrenó en España el documental de Pere Portabella Informe general sobre algunas cuestiones de interés para una proyección pública. El director filmó durante los meses que siguieron a la muerte del dictador a los representantes de todos los grupos políticos de oposición al franquismo. Loable ejercicio de salud democrática: puesto que el gobierno controlaba la televisión pública, Pere Portabella abre un espacio de visibilidad a la oposición al régimen. Todas las intervenciones tienen como objeto responder a las mismas cuestiones: “¿Cómo pasar de una dictadura a un estado de derecho?” “¿Cuál debe ser el nuevo modelo de estado?” El resultado es dos horas y media de filmaciones clandestinas destinadas a abrir de par en par las puertas del debate político.

Pero si en España parecían soplar vientos de esperanza y de pluralidad democrática, esto no dejaba de ser un mero espejismo en el desierto de la política internacional. Según narra el magnífico documental El cercamiento – La democracia presa del neoliberalismo (L’encerclement – La démocratie dans les rets du néolibéralisme, Richard Brouillette, 2008) en 1974 una comisión trilateral de pensadores neoliberales de Europa, Estados Unidos y Japón se reunían para plantearse una serie de cuestiones de índole similar, pero con perspectivas diametralmente opuestas. El resultado de dicho encuentro fue la publicación en 1975 de La crisis de la democracia (The Crisis of Democracy: On the Governability of Democracies). En este sesudo estudio se trataba el problema del exceso de democratización de los países implicados. La democracia se había convertido para estos intelectuales en un arduo problema. Al parecer, grupos de gente que hasta entonces se habían mostrado generalmente apáticos comenzaban a salir de su letargo y a convertirse en sujetos activos y demandantes: mujeres, jóvenes, ancianos, trabajadores… Esto, al parecer de estos caballeros, era inaceptable y había llegado el momento de poner las cosas en su sitio. El proyecto neoliberal cogía verdaderamente fuelle. Su modelo de estado: una sociedad liberal y descentralizada regida por las reglas de la propiedad privada y de un gobierno limitado.

Si el pensamiento neoliberal nació como respuesta de las élites económicas occidentales contra el fenómeno del socialismo, no deja de ser sorprendente constatar cómo esta ideología se ha ido haciendo hegemónica hasta el punto de fagocitar a los partidos tradicionalmente situados a la izquierda del espectro político. Como dice uno de los intertítulos del documental: Tras la caída del telón de acero se presencia en Occidente una reenmarcación hacia la derecha de la mayoría de los partidos de izquierdas. Las “modernizaciones” y “reestructuraciones” del estado siempre se traducen en la adopción de políticas neoliberales.

Esta lúcida afirmación se hace eco de las ideas no menos lúcidas expuestas por el catedrático Ignacio Ramonet en su artículo El pensamiento único (La pensée unique), publicado en Le Monde Diplomatique en 1995. En L’encerclement… Ramonet expone su teoría en los siguientes términos: En los años treinta se llamaban regímenes totalitarios a aquellos de partido único con vocación de regir todas las actividades de una sociedad. […] En la actualidad, allí donde había un partido único ahora hay un pensamiento único que defiende que existe una solución única para regular todas las actividades de una sociedad: el mercado.

Del partido único (el “Movimiento” durante el franquismo) al pensamiento único de la práctica totalidad de los partidos políticos que encontramos en el panorama político actual, la diferencia no es si no de forma. Poco importa, pues, a quién ufanamente votemos el veintiocho de abril; poco importa cómo quede dividido el voto y cuáles sean las posibles alianzas. La partida está amañada de antemano y la victoria no puede ser sino para el neoliberalismo. En cualquier caso, no deberíamos de extrañarnos puesto que ya en el siglo XIX el pensador francés Alexis de Tocqueville hizo una observación muy pertinente al respecto en su libro La democracia en América (De la démocratie en Amérique, 1835). Él, al igual que los padres fundadores de los Estados Unidos, detestaba la democracia (de hecho, en su Constitución, los estadounidenses no hablan de sistema democrático sino de gobierno representativo). Sin embargo no veía ningún inconveniente en que se permitiese al pueblo ejercer el derecho al voto porque al final los ciudadanos votarían lo que se les dijera que debían votar. Pero es que Jean-Jacques Rousseau había ya criticado en El contrato social (Du contrat social, 1762) la democracia inglesa, alegando que los ingleses se creen libres porque eligen representantes cada cinco años, pero en realidad solamente son libres un día cada cinco años.

Entonces, ¿qué sucede con la democracia, esa forma de gobierno supuestamente incuestionable en cualquier sociedad civilizada que se precie? La respuesta la encontramos en una entrevista sobre la democracia realizada por Chris Marker al filósofo Cornelius Castoriadis con motivo de la grabación de L’héritage de la chouette (1989), una serie de trece capítulos dedicados a rastrear la influencia de la cultura de la Grecia Antigua en la cultura contemporánea.

Democracia  –explica Castoriadis– es una palabra de origen griego compuesta por demos (el pueblo) y kratos (el poder): democracia significa pues “el poder del pueblo”. Este tipo de gobierno, como nos lo enseñaron a algunos en la escuela y luego en el instituto e incluso en la universidad, se inventó en Atenas en el s.VI a.C. Lo que nadie nos explicó en todo ese tiempo es que más bien poco tiene que ver la democracia ateniense con lo que en la actualidad se ha dado en llamar democracias representativas. Los griegos no elegían a sus representantes. De hecho los griegos no tenían representantes, sino que los ciudadanos se representaban a sí mismos en la asamblea. En lugar de representantes, los griegos tenían cargos, y a estos cargos se accedía mediante sorteo. A tal efecto habían inventado una máquina, el kleroterion, una especie de mueble con múltiples ranuras en su parte frontal en las que los ciudadanos que querían acceder a un cargo insertaban una tablilla con su nombre. Luego, dejaban caer una especie de canica por un orificio en la parte superior que terminaba por pararse en una de las tablillas. Pues bien, la persona cuyo nombre estaba escrito en dicha tablilla ocuparía el cargo para el cual se había realizado el sorteo.

Los griegos, antes de llegar a dar con este sistema, habían ya probado ciertos tipos de sistemas de gobierno representativos donde los hombres de política eran elegidos mediante votación. Sin embargo, acabaron por darse cuenta de que el poder corrompe y que el hombre no es necesariamente bueno por naturaleza. Al final siempre sucedía lo mismo: una persona o grupo de personas acababan por acaparar todo el poder y utilizarlo de forma deshonesta y no para el bien de la comunidad. Para terminar, pues, con los gobiernos despóticos y arbitrarios, fue por lo que los atenienses inventaron la democracia por sorteo.

Ésta se basaba en un objetivo principal, que era el de asegurar que todos los ciudadanos gozaran de igualdad política. Para lograr dicho objetivo se tomaron dos medidas. La primera fue eliminar la categoría de políticos profesionales. Los políticos eran amateurs, ciudadanos de a pie que se habían presentado al sorteo y habían logrado acceder a un cargo. Además, no tenían un salario por ejercer dicho cargo, sino que recibían simplemente unas compensaciones económicas por los días que perdían su jornada laboral por ejercer dicho cargo.

La segunda medida fundamental para lograr el objetivo de igualdad política fue la de establecer la rotación obligatoria en los puestos, que solo podrían ejercerse durante períodos breves. Es decir, el ciudadano que accedía a un puesto estaba obligado por ley a abandonarlo transcurrido un cierto tiempo, y nunca más en su vida podría volver a presentarse al sorteo que daba acceso a dicho puesto. Podía, si lo deseaba, presentarse a otro cargo, pero no al mismo. Mediante este procedimiento se evitaba que una persona pudiese hacerse fuerte en un puesto y a partir de ahí crear una red de influencias mediante la cual sacar provecho de su situación privilegiada.

Gracias, pues, al sistema de sorteo y a estas dos medidas fundamentales, los atenienses lograron crear un sistema político democrático en el que todos los ciudadanos gozaban de igualdad política y ninguno de ellos podía aprovecharse de su situación para obtener beneficios ilícitos.

Además, estos cargos no tenían poder legislativo. Las leyes se votaban en la asamblea, que la conformaban todos los ciudadanos de Atenas. Todos los ciudadanos tenían derecho a hablar, a exponer sus argumentos o a rebatir los de otros ciudadanos en la asamblea. Esto creó una comunidad de ciudadanos activos que se interesaban en política, lejos de lo que sucede en la actualidad en nuestras sociedades modernas. Y esta actividad política, este poder legislativo que los ciudadanos ejercían, les hacía adoptar una postura en relación a las leyes muy diversa también a la nuestra. Ellos creaban sus leyes, las votaban, las revocaban, las modificaban… Eran sus propias leyes, hechas por ellos mismos para ellos mismos en un momento dado. Hoy en día, la relación del ciudadano con la legislación suele ser la de una imposición arbitraria tras la que pueden intuirse intereses de partido, económicos, fraudulentos u otros. En todo caso, esa legislación que nos es ajena estamos obligados a aceptarla (de mayor o menor gusto) pero sobre todo a cumplirla.

  Y si los cargos políticos estaban sometidos a sorteo, otro tanto sucedía con el poder judicial. Los tribunales eran populares y los cargos de magistrados se sometían a la máquina kleroterion, con lo que se evitaban los favoritismos en las sentencias y la corrupción en el sistema judicial en general. Gracias a este sistema de cargos rotativos por sorteo, la mayoría de los ciudadanos ocupaban algún cargo de responsabilidad política al menos una vez en la vida.

Este sistema de gobierno, que puede parecer tan chocante al intelecto moderno, se mantuvo en Atenas durante aproximadamente dos siglos. (Si la cifra no le dice a usted nada, piense que en España llevamos solamente cuarenta años de supuesta democracia y se van multiplicando sin cesar aquellos que anhelan volver a un sistema dictatorial.) Y todo gracias a que los atenienses no tenían ni un pelo de ingenuos: si el objetivo principal de la política ateniense era que todos los ciudadanos fuesen políticamente iguales, la clave para sustentar el edificio político era toda una serie de rigurosos sistemas de control que se llevaban a cabo sobre las personas que accedían a los puestos de responsabilidad. Estos iban desde el acceso restringido a los cargos para los ciudadanos no-aptos (lo cual dictaminaba un equipo médico especializado) hasta el hecho de que debían de rendir cuentas de sus actos al final del periodo en que habían ocupado el cargo. Además, durante el periodo de ostentación del cargo público, esta persona podía ser denunciada a las autoridades si alguien creía que estaba actuando en beneficio propio y no de la comunidad. En esos casos, los juicios (populares) se dirimían con gran celeridad (en el día) y las penas, cuando las hubo, fueron severas y hubieron de cumplirse. En la actualidad, desgraciadamente, estamos más acostumbrados a que los juicios de personalidades políticas, –cuando los hay– se prolonguen hasta la náusea, que las penas sean prácticamente ridículas y que además casi nunca se cumplan en su totalidad.

Tras este somero repaso de lo que fue la democracia ateniense, llegamos a la conclusión de que el próximo veintiocho de abril, cuando nos presentemos ante las urnas a ejercer de ciudadanos de pleno derecho, estaremos muy lejos de participar de una experiencia democrática. La elección es, por definición, aristocrática (aristós, los mejores; kratos, el poder): otorgaremos el poder a quienes supuestamente son los mejores para gobernarnos. Y sin embargo, a día de hoy nadie es tan sumamente ingenuo como para creer en tamaña falacia. Les invito, por si dudan de mis palabras, a resolver el siguiente enigma: Si la mayoría de los hombres buenos generalmente no quieren mezclarse en política, ¿quiénes nos quedan para ejercerla?

Los ciudadanos nos hallamos atrapados en una trampa del lenguaje de la que no es sencillo escabullirse: mientras continuemos llamando democracia a algo que no lo es, no podremos vivir democráticamente. Para vivir en democracia hay que poner fin al sistema aristocrático mediante el cual una oligarquía se ha empoderado (valga la redundancia) del poder político y socava sin escrúpulos la dignidad popular (es decir, la nuestra: la suya y la mía).

Y ¿qué puede hacer un simple habitante de un pueblo como Belver de Cinca para hacer frente a tamaño despropósito, huir de la trampa del lenguaje y escapar del cerco oligárquico en que nos tienen acorralados? Pues simple y llanamente vivir de forma democrática. Esto implica sacudirse la pereza y comenzar a tomar partido en las discusiones que afectan a nuestra comunidad. Organizar una asamblea popular que tome las decisiones sobre las cuestiones que en ella se debaten no es nada nuevo en Belver de Cinca. Citaré solo un ejemplo. En la historia reciente tenemos un caso que afectó a la mayoría de la población. Ante la escasez de agua para abastecer los regadíos, se propuso un proyecto de creación del pantano Saso Cubota y la instalación de hidrantes en todas las fincas con el fin de regar por goteo y sin consumo de energía (puesto que el agua desciende por su propio peso). Esta obra de gran envergadura, que debería ser pagada por los regantes, se sometió a votación. La mayoría de los participantes en la asamblea consideró que el proyecto merecía la pena, y salió adelante.

Aquello no fue la obra de un partido político. Aquello fue una decisión popular completamente al margen de lo que usualmente se considera como política. Fuisteis vosotros, en calidad de ciudadanos independientes, representándoos a vosotros mismos, quienes votasteis y juzgasteis que ese proyecto era beneficioso para el pueblo. Para el bien común. Pues bien, eso es, realmente, la política. Eso es la democracia. Debatir, sopesar y decidir todos juntos sobre qué es bueno para la comunidad. Ejemplos similares, aunque de menor envergadura, podemos encontrarlos en el funcionamiento de la cofradía de alabarderos, las amas de casa, la sociedad de cazadores… Porque el bien común, conviene recordarlo, suele beneficiar a todos. Sí, a usted también; no lo dude. A todos.

Sin embargo, este no es el modo habitual de funcionar de nuestro ayuntamiento. Desgraciadamente, no faltan ejemplos de proyectos (más o menos desafortunados, juzgad vosotros mismos) en los que la voluntad del pueblo, nuestra opinión, fue dejada completamente de lado: una especie de embarcadero (?) en el río, un “Centro Joven” fantasmal, un alumbrado público para los caminos que no pasó de ser una siembra de torres de hierro en las cunetas que jamás llegaron a izarse, la reestructuración del tráfico en la localidad, la renovación de las calles San Antonio y Santa Ana y la plaza de Santa Ana… ¿Se supo jamás su coste o de dónde salió el dinero? Pálpense los bolsillos o miren su cartera. Y, lo que es más importante: ¿A alguien se le pidió su opinión? ¿Se debatió en algún momento el interés para el bien común de dichos proyectos? A nadie, que yo conozca. Corríjanme si me equivoco.

Esta forma de actuar, de arrogarse un poder de decisión que pertenece a la comunidad, no es democrática. Los proyectos serán o no serán acertados. Ahí no entro, no los juzgo: me parece meramente anecdótico. Nada más lejos de mis intenciones tampoco el poner en tela de juicio la honestidad o buenas intenciones de quienes llevaron o llevan a  cabo dichos proyectos. Es posible (no tengo motivos para dudarlo) que lo hicieran con buena voluntad. Pero eso, en democracia, no basta. O si no, no se llama democracia.

Para vivir sanamente en democracia es necesaria una asamblea popular y un sistema de sorteo para elegir a las personas que sirvan (y no gobiernen) a la comunidad durante periodos breves. Con esto desaparecen los partidos políticos y todo su entramado de influencias, amiguismos, beneplácitos, etc. (que parten desde las altas esferas de la política nacional y descienden, pasando por los gobiernos autonómicos y las diputaciones provinciales, hasta llegar a los ayuntamientos locales). Los habitantes deben recuperan su madurez política y tomar decisiones en los asuntos que les conciernen. La estructura orgánica no tiene por qué variar: un alcalde y el mismo número de concejales para ocuparse de la gestión y administración; un representante para la comarca y otro para la diputación que aseguren la comunicación entre la asamblea y la comarca y la provincia; un juez de paz y un juzgado popular que diriman los problemas internos… Ninguno de estos cargos debe ser remunerado, pero las personas implicadas pueden recibir compensaciones económicas por pérdida de jornada laboral. Si alguno de ellos tuviese retribución económica adjudicada por el Estado o por el Gobierno de Aragón, este sueldo podría ir a parar a las arcas del ayuntamiento y ser utilizado como mejor decidiera la asamblea.

¿Y quién conforma esta asamblea? Pues todos los habitantes de Belver de Cinca, independientemente de su sexo, religión, origen, nacionalidad, orientación sexual, altura, tamaño, complexión muscular… Independientemente de todas y cada una de las rencillas discriminatorias que puedan venírsenos en mente. Porque habitantes son todas y cada una de las personas que constituyen una población.

Este proyecto de democracia verdaderamente real no es una utopía. Llevó a Atenas a convertirse en la ciudad más importante del Mediterráneo de su época. Hoy en día, en Madrid, existe un Observatorio de la Ciudad, un consejo de cuarenta y nueve ciudadanos elegidos por sorteo con capacidad para filtrar propuestas ciudadanas, convocar referéndums o exigir planes de actuación al ayuntamiento. En Irlanda, un consejo de ciudadanos elegidos al azar se reúne periódicamente con fines similares; aunque sus decisiones no son todavía estrictamente vinculantes,  el gobierno del país las tiene muy en cuenta. E incluso en Suiza (¡ese país!), si bien no existe la democracia por sorteo, los ciudadanos son sin embargo llamados a referéndum cada vez que el gobierno propone una ley: la comunidad –y no una élite política– decide. Siempre.

La clave está en la información. En lugar de pagar a políticos profesionales para que decidan por nosotros, contratar a expertos en materia para que nos informen, y seamos nosotros quienes tomemos luego las decisiones. En una conferencia magistral que se encuentra en youtube1, el profesor Etienne Chouard nos explica que así lo hicieron en Malí. Un consejo de ciudadanos elegidos al azar tenía que decidir si se permitía la introducción de los productos transgénicos en la agricultura del país. Llamaron a representantes de la Monsanto y de la Bayer, pero también a agricultores de América Latina y organizaciones contrarias al uso de este tipo de productos. Tras oír las informaciones de ambos lados y contrastarlas, el pueblo de Malí decidió dar la espalda a la multinacional Monsanto y no introducir los productos transgénicos en el país.

Como vemos, los ejemplos no nos faltan y nos sobran los motivos. Estimados vecinos de Belver de Cinca, la democracia, por fin, está llamando a nuestras puertas. Subámonos al carro del futuro. Que nadie más decida por nosotros. Olvídense de los partidos, y vótense a sí mismos.