“El cielo es un jardín que florece de noche, cuando el Sol se va a dormir a Occidente. Sus flores son las estrellas y su perfume es el silencio con el que nos embriagan. Aquí las llamamos rosas, acianos, jacintos, mimosas. Allí, en el fondo de la noche, tienen nombres como Vega, Antares, Betelgeuse, Rigel. Conservan en sí mismas la memoria de los hombres y cobran vida en las aventuras que cuentan los poetas de tiempos antiguos.”
Hervé Burillier, Observar las Constelaciones a Simple Vista
Contemplar un cielo estrellado nos conecta con algo profundo y atávico que nos une. El firmamento nocturno es el espejo que nos devuelve nuestra imagen de diminutos mamíferos pegados a este pedrusco que llamamos Tierra, una mota de polvo en el espacio cósmico. Noche tras noche podemos regalarnos con esta visión que dispara la curiosidad y la imaginación, apacigua los desvelos de la jornada y previene contra cualquier delirio de grandeza.
Y bastaría con mirar hacia arriba para disfrutar de tanta belleza y misterio, bastaría con inclinar la cabeza y abrir los ojos para abarcar de un vistazo miles y miles de años-luz de universo… si no fuera porque algo se interpone y nos lo oculta. Ver algunos puntos brillantes ahí arriba es fácil, pero contemplar un cielo nocturno estrellado sintiendo el abrazo de la Vía Láctea, sobrecogerte con la inmensidad de la bóveda celeste, eso es más difícil.
Lo que se interpone entre el firmamento y nuestras ojos se llama contaminación lumínica, y proviene sobre todo del excesivo alumbrado público.
Según el primer Atlas Mundial del Brillo Artificial del Cielo, de 2002, el 99% de las personas que vivimos en Europa Occidental y EEUU tenemos siempre las estrellas total o parcialmente cubiertas, y las dos terceras partes de la población mundial ya no podemos ver la Vía Láctea -que es nuestra casa cósmica. Los habitantes de las ciudades han de alejarse decenas de kilómetros hasta donde termina el resplandor de luz artificial y poder sentirse diminutos bajo el manto estrellado. En las zonas rurales parecería más accesible, pero no nos engañemos. Si intentamos mirar hacia arriba en cualquier lugar dentro de la mayoría de nuestros municipios, lo único que conseguimos es quedar deslumbrados por las lámparas de luz blanca. No hay un punto intermedio entre las farolas donde no nos deslumbren. Allá donde termina el alumbrado podemos empezar a ver estrellas, pero si queremos disfrutar del firmamento tenemos que coger el coche.
Es un hecho, hoy en día la mayoría de las personas crecemos sin contacto con las estrellas que nuestros abuelos conocían tan bien. En pueblos y ciudades se ha oscurecido nuestra visión de las constelaciones, lluvias de meteoritos e incluso planetas. En una noche límpida podríamos ver entre 2000 y 2500 estrellas a simple vista. Marte, Júpiter y Saturno son también visibles casi todo el año, al igual que Venus en los amaneceres y atardeceres. Pero generalmente apenas vislumbramos un puñado de astros indeterminados, los que con su brillo consiguen sobrepasar la barrera de la contaminación lumínica.
Romper los lazos con el firmamento no es sólo una cuestión romántica o filosófica: es una pérdida paisajística y cultural enorme que nos aleja de nuestras raíces. Somos la primera civilización que no miramos al cielo. Desde que nos pusimos sobre dos pies, y hasta hace muy poquito, nuestros antepasados han utilizado las estrellas para situarse y orientarse, y también para organizar el calendario y los trabajos agrícolas. Pongamos, por citar un ejemplo, Spica (La Espiga), estrella alfa de la constelación Virgo. Cuando se la representa en un dibujo, Spica es un manojo de trigo en manos de la muchacha. Hay un motivo funcional: cuando los antiguos veían salir esa estrella por el horizonte de Oriente al caer la noche, a principios de otoño, significaba que había llegado el momento de la siembra.
Hay muchas estrellas que dan ese tipo de información, y ya que memorizar puntos de luz aislados en medio de tantísimos es difícil, se trazaron líneas imaginarias uniendo puntos en la bóveda celeste, creando figuras. Se piensa que fue así como se inventaron las constelaciones, cuyos relatos mitológicos – la llegada de las dos Osas al cielo, el gigante Orión huyendo del Escorpión, Hércules con la rodilla sobre la cabeza del Dragón, Perseo a lomos de Pegaso salvando a la desventurada Andrómeda…- ayudaban a memorizarlas y poder localizar en el cielo cada una de las estrellas.
Y no solo los humanos. Algunas aves migratorias -incluso las palomas- se orientan con las estrellas (véase J. Ackerman, El Ingenio de los Pájaros, Cap 7: “Una mente cartográfica”). Durante su primer verano, los polluelos aprenden a buscar en el cielo estrellado su centro de rotación (la estrella Polar en el hemisferio norte), y esa es su primera referencia . Una vez establecen completamente su brújula estelar en dos semanas, las aves pueden orientarse con las estrellas aunque sólo haya algunas visibles.
La contaminación lumínica, ese vertido de luz al medio natural, provoca deslumbramiento y desorientación en las aves y otros efectos sobre la fauna nocturna (mucho más numerosa que la diurna). Incide, por ejemplo, en los ciclos reproductivos de los insectos rompiendo el equilibrio poblacional de las especies, ya que algunas son ciegas a ciertas longitudes de onda de luz y otras no. Esto afecta también a la flora, al disminuir los insectos que realizan la polinización de ciertas plantas. Y qué decir de las luciérnagas, ¿cuándo fue la última vez que visteis una luciérnaga?
Por suerte, hay un remedio sencillo para paliar ese derroche e invitar a las constelaciones a formar parte nuevamente de nuestras noches. Se trata simplemente de iluminar con sentido común.
La luz es necesaria, el problema viene cuando no cumple unos parámetros medioambientales y unos criterios energéticos y estéticos. Según Susana Malón, experta en alumbrado público y contaminación lumínica (www.luminicaambiental.com), el 65% de las instalaciones de alumbrado exterior de la Unión Europea son altamente ineficientes -el margen de mejora es enorme con medidas sencillas-. Porque además, esa luz que se emite hacia el cielo directamente está generando un incremento en la quema de combustibles fósiles, y por tanto un exceso en la emisión de gases de efecto invernadero.
Las claves del alumbrado eficiente son:
a) La luz debe proyectarse hacia abajo, sin pasar de los 75º de inclinación. De ahí a la horizontal solo sirve para deslumbrar al peatón y al conductor. La luz que sobrepasa los 90º se tira directamente a la atmósfera.
b) La luz amarilla, cálida y acogedora, es mucho menos contaminante y aporta belleza a nuestras calles. La luz blanca, fría e incisiva, se propaga hasta 4 veces más en la atmósfera que la amarilla. Además, la luz blanca proyecta radiaciones en longitudes de onda que afectan a los ritmos circadianos de los seres vivos (los que regulan la actividad y el descanso), de modo que su emisión nocturna provoca daños en la biodiversidad y trastornos del sueño en las personas -no digamos ya el disparate de que la luz se cuele por las ventanas de los hogares.
c) Alumbrar eficientemente también es detenerse donde ya no hace falta, sin robarle más oscuridad a la noche; en considerar bien la distancia entre lámparas, ya que a menudo bastaría con encender una sí y otra no; y en reducir el nivel de luz en los períodos de la noche con menos actividad.
Hay que acabar con la creencia de que cuanta más luz mejor y de que en el despilfarro está el progreso. La mayoría de la luz que oscurece nuestra visión del cielo nocturno es innecesaria, y por tanto energía derrochada. Arreglar este problema significa ahorrar dinero, reducir la contaminación de gases de efecto invernadero y recuperar la belleza natural del paisaje nocturno, que debería ser orgullo y atractivo inherente a la vida rural. El astroturismo está en marcha, cada vez hay más gente interesada en el tema y hay zonas que aprovechando su escasa contaminación lumínica -como la Serranía de Cuenca o a la comarca de las Cuencas Mineras en Teruel- cuentan con un certificado Starlight que les avala como destino astronómico de calidad.
Como decía el gran divulgador Carl Sagan: “Somos el legado de casi 14.000 millones de años de evolución cósmica. En nuestra mano está enriquecer la vida, conocer el Universo y a nosotros mismos o dilapidar nuestra herencia autodestruyéndonos sin sentido”
Creo que el camino a seguir es obvio. Tomemos consciencia y luego tomemos medidas. Se trata, entre otras cosas, de recuperar la belleza.
15 abril, 2019 a las 7:23 pm
👍👍