En estos días de encarcelamiento casero me vienen a la cabeza algunos de los más célebres presos de la historia, reales o imaginarios, de esos hijos de la literatura y del cine que todos más o menos conocemos, y que precisamente esa reclusión es lo que les dio gran parte de su fama, desde el Conde de Montecristo hasta Cadena Perpetua, pasando por Papillón o por Mandela. Pues bien, no pienso hablaros de esos, yo quiero hablaros de presos, deportados, escondidos o retenidos reales y anónimos en su mayoría y que en el mejor de los casos dejaron unas memorias, un opúsculo o alguien les acabó escribiendo una biografía que ya hace tiempo que cayó en el olvido. Bien es sabido que una de las principales distracciones que tiene un preso es la lectura y, por tanto, una de las primeras cosas que te quitan como modo de endurecer la pena. Una parte de ese castigo consiste en que las horas se hagan largas y tediosas, pues ¿qué sentido tendría si nos meten en la cárcel y las horas se pasan volando? ¿Y cómo se pasan las horas más rápido y a gusto que leyendo? Así que aquí os dejo algunas de esas historias que pasan desapercibidas para el gran público pero que una vez que las conoces, no las olvidas nunca. 

Evgenia Ginzburg era una anónima profesora soviética y miembro del Partido Comunista de la Unión Soviética que impartía Historia y Literatura en la Universidad de Kazán. En febrero de 1937 fue detenida por la policía soviética bajo la genérica acusación de actividades contrarrevolucionarias, donde prácticamente daban cabida a cualquier cosa, por loca que parezca. La torturaron e interrogaron hasta el mes de agosto, cuando le comunicaron, tras un juicio de 7 minutos, la pena que le imponían: diez años de trabajos forzados en el Gulag, como se llamaba al sistema de campos de trabajo bolchevique. Y a ellos sumó otros 8 de destierro sin posibilidad de volver a su casa o a Moscú, debiéndose de quedar en el Este, en Magadán, en el Extremo Oriente ruso. Volvió en 1955. Estando prisionera, su hijo mayor, apenas un adolescente, murió durante el asedio nazi a Leningrado. Escribió unas memorias traducidas al castellano como El Vértigo, que nunca pudo ver editadas en su propio país, por mucha desestalinización que hubiera habido.  En la contraportada de la edición española resaltaba Muñoz Molina unas líneas del libro, en las que la autora manifestaba que desde el primer día se esmeró por recordarlo todo, pues rápidamente se dio cuenta de “que el olvido sería el cómplice más eficaz de los verdugos.” Aunque no pudo cumplir su sueño de ver publicadas sus memorias en Rusia, se consoló con tener en sus manos algunas de las múltiples ediciones que se hicieron en el extranjero, que de manera clandestina le llevaban algunos de los más famosos escritores o periodistas soviéticos de la época. Murió en 1977 y su relato forma parte de la historia del siglo XX. Evgenia Ginzburg, El Vértigo, Galaxia Gutember, 857 páginas. 

Otro de campos rusos, va. Si el anterior es una delicia, este no se queda atrás. Ahora se trata de un polaco, Janusz Bardach, que cuando nazis y soviéticos se repartieron Polonia, quedó bajo la soberanía de estos últimos. Reclutado para el ejército rojo, se lo adiestró como conductor de tanques. Cuando los nazis invadieron la URSS fue enviado al frente pero su tanque volcó, siendo acusado de sabotaje y condenado a muerte, aunque le fue conmutada por la pena de diez años de Gulag, a Siberia. Le tocaron las peores faenas, desde minero a leñador, rezando cada día para que la temperatura bajase de los 45ºC bajo cero, pues era el límite impuesto por las autoridades para que no se saliese a trabajar. El hambre era tan salvaje que comían todo lo que pillaban, llegando a hervir cuero o cualquier cosa que se moviese, sin muchos miramientos: 

El urka metió la mano en una bolsa y gritó:

– ¡Macarrones!

– Hay que cocinarlos – respondió su amigo.

–  No hace falta, me encantan tal y como están.

Finalmente, consiguió meterse de enfermero, lo que posiblemente le salvó la vida. Fue liberado en 1945, antes de cumplir la pena, y volvió a Polonia, donde estudió medicina y se especializó en cirugía plástica. En 1969 se piró a los EEUU, donde fue cirujano plástico y catedrático de la Universidad de Iowa. Murió en 2002. Janusz Bardach, El hombre, un lobo para el hombre, Libros del Asteroide, 480 páginas. 

Ahora uno de campos rusos y alemanes, uno que sirva de transmisión entre unos y otros. La mejor, para mi gusto, Margarete Buber Neumann. Y que conste que hubo muchos, especialmente rusos, que cuando volvieron a la URSS después de haber sido prisioneros de los alemanes, los llevaron a Siberia, no fuera a ser que alguno fuera un espía. Fue tan terrible que prisioneros en el Gulag llevaban el tatuaje de haber estado en Auschwitz. Tremendo, ¿lo podéis imaginar? Margarete, era una alemana casada con un dirigente comunista alemán, Heinz Neumann, con el que se refugió en la Unión Soviética tras el ascenso de los nazis y allí estuvieron hasta que a Stalin se le cruzó que podían ser espías extranjeros. A él lo detuvieron en abril de 1937 y  lo ejecutaron, y ella fue deportada unos años después a uno de los campos en Kazajistán. Ese interludio entre el asesinato de su marido y su propio arresto vivió con los nervios destrozados, peregrinando de una cárcel a otra, en busca de un hombre que ya estaba muerto, de la Lubianka a la Butirka, para no aclarar nada hasta que al final sucedió lo inevitable. Condenada a 5 años, solo salió de allí en virtud el pacto germano-soviético de 1939, que si por una parte se repartían Polonia, también acordaban otras cosas, como la entrega de huidos alemanes que se habían refugiado en la URSS cuando los nazis subieron al poder. Así, Margarete formó parte de uno de estos intercambios y pasó del mundo concentracionario soviético al alemán, ingresando en el brutal campo de Ravensbrück, el campo específico para mujeres que construyeron los nazis. Contra todo pronóstico consiguió sobrevivir también a este segundo cautiverio, aunque los últimos meses, a las calamidades propias de su encierro, hubo de sumar la incertidumbre de ser liberada por los rusos, en cuyo caso podían volver a darle la condición de prisionera. Finalmente, en 1945 consiguió escapar a Alemania occidental, donde rehízo su vida y escribió sus memorias entre otros libros. Margarete Buber-Neumann, Prisionera de Stalin y Hitler, Galaxia Gutemberg, 512 páginas.  

Y ya estamos en nuestra querida Alemania, donde la literatura sobre los presos del nazismo es tanta que abruma. Yo quiero rescatar dos, la de un preso en Auschwitz y la de otro en Mauthausen. Shlomo Venezia era un joven judío de Tsalónica, en Grecia, cuando con 21 años fue deportado al campo de concentración nazi de Auschwitz, en el sur de la Polonia ocupada por los alemanes. A los jóvenes y fuertes no los solían matar nada más llegar, como sí hacían con muchos, especialmente niños y viejos. Así, tuvo la suerte de no morir, aunque la faena a la que lo destinaron posiblemente fue peor. Formó parte del sonderkommando, los encargados de sacar los cuerpos de las cámaras de gas y quemarlos, primero en los hornos, y cuando estos no dieron abasto en gigantescas piras funerarias. Y cada pocas semanas cogían a todos y los asesinaban, para que no quedasen testigos. Llegó un momento en que los nazis empezaron a ver que iban a perder la guerra y alrededor de estos campos de exterminio tenían gigantescas fosas comunes repletas de cuerpos. Como no querían que los aliados las encontraran, mandaron desenterrar los cuerpos y quemarlos. ¿Lo podéis imaginar? Desenterrar cuerpos en descomposición y pegarles fuego. Todo el día, todos los días. En jornadas inacabables. A pesar de lo poco que duraban los miembros del sonderkommando, consiguió sobrevivir hasta el final de la guerra, un año entero arrastrando y quemando cuerpos. Ahora quejaros de que estáis aburridos. Concebido como una entrevista con preguntas y respuestas, su historia se lee de un tirón, conteniendo la respiración. Pura historia de la barbarie de la que es capaz el hombre. Shlomo Venezia, Sonderkommando, RBA, 224 páginas. 

Y ahora el deportado en Mauthausen, el campo conocido como de los españoles, el campo que albergó a miles de compatriotas que habían luchado contra el señoritismo y el caciquismo en España, porque en España no había fascismo, ya les hubiera gustado a ellos. En España estaba el salvaje señoritismo y caciquismo de toda la vida, el de los que entonces empezaron a matar a todo el que tenía dos dedos de frente para que la II República no acabara con sus inmensos privilegios. Los de siempre, las grandes fortunas, los caciques y sus culeros con el apoyo incondicional de la Iglesia Católica, claro, el gran cáncer de este país durante siglos que se sigue sosteniendo de las prebendas que le concede el Estado. Dicho esto, son varios los republicanos españoles que estuvieron en este campo situado en Austria que dejaron unas memorias escritas, pero a mí el que más me gusta es la biografía que escribió Rosa Torán de Joan de Diego. Combatiente republicano, pasó a Francia donde pronto empezó a combatir a los nazis, que lo hicieron preso y lo enviaron, junto con muchos otros, al campo de Mauthausen. Allí aprendió alemán y eso, posiblemente, le salvó la vida, pues pronto se puso a trabajar en la secretaría del campo, desde donde ayudó a multitud de compatriotas y desde donde se enteró de la mecánica asesina que hacía funcionar un campo que aunque estaba catalogado como de trabajo, al exterminio se llegaba por puro agotamiento. Así que Joan alcanzó una visión más general de cómo funcionaba todo, lo que unido a la escritura de Rosa Torán, pues dan un libro imprescindible para entender lo que pasó. Rosa Toran, Joan de Diego, Tercer secretari a Mauthausen, Edicions 62, 320 páginas. 

Y con los republicanos españoles ya estamos en España, ¿alguien dudaba de si íbamos a llegar? No, ya lo sé. ¿Os suenan los topos? Son esos que se escondieron durante la guerra civil para que los franquistas no los mataran y no salieron de su escondite en décadas, hasta que creyeron estar a salvo. Pues hubo unos cuantos. Un buen número de esas historias ya las recogieron en un libro de finales de los 70, escrito por Manu Leguineche y Jesús Torbado, Los Topos, Argos Vergara, 400 páginas. Aquí recogen hasta 17 historias distintas de escondidos, desde el que hizo un agujero en la caseta del tocino y se tapaba con tablas y la propia mierda del animal, el que se emparedó entre dos paredes o el que subió a las golfas de casa como una rata. Todos se fueron acostumbrando a salir de su escondite por la noche y deambular por la casa, a escuchar la radio al mínimo de volumen, a los silencios o los cuchicheos, a reconocer cada ruido, cada voz, a ocultarse de hijos y de nietos hasta que fueron suficientemente mayores para saber guardar un secreto, a soñar, en los años 40, con la entrada de los aliados en España, unos aliados que debían devolver el favor a los combatientes republicanos pero que nunca lo hicieron, más preocupados de sus beneficios que de los de la gente. Algunos se escondieron ya el 18 de julio, cuando los falangistas y la guardia civil iban casa por casa sacando rojos y asesinándolos, otros lo hicieron cuando volvieron de la guerra y vieron el panorama y lo que se les venía encima y otros, aunque topos también, jamás durmieron bajo techo. Es el caso del protagonista de una de mis historias favoritas, la de Miguelico el Perdiz. Soldado republicano, al final de la guerra se volvió a su pueblo, en Jaén, permaneciendo escondido hasta ver cómo iban las cosas. Y lo que vio fue como sus compañeros milicianos eran fusilados uno tras otro y él, que había sido diecisiete años cazador furtivo en Sierra Morena, cogió la escopeta y se echó al monte, donde se pegó treinta años.  No quiero acabar sin citar la historia de otro de los topos que salen en el libro, la del alcalde socialista de Mijas, en Málaga, que se clavó 30 años sin salir a la calle y cuya historia está ampliamente narrada en un libro del gran Roland Fraser, Escondido, Crítica, 232 páginas. 

Pues ya está, no me extiendo más que mis escasos lectores después me “carrañan” porque hago los artículos muy largos y  yo me debo a ellos. Ya os dije el otro día que pensaba sacar tajada de todo esto, como buen joven emprendedor que soy, así que no os extrañéis si voy publicando cosas y no dejéis de entrar en la revista y leerme, que mis buenas “perricas” me gano con los anunciantes locos por que les dejemos un espacio con los cientos de visitas que tenemos estos días. Ah, y aprovechad para pillaros alguno de estos libros y veréis como relativizáis este descafeinado encierro en que se puede ir a comprar cerveza, estar todo el día en pijama y con el Facebook y el guasap echando humo. Y no os preocupéis, que lo único que pasa es que a la gente nos asusta lo nuevo, ya veréis como si pasan un par de semanas más y nos acostumbramos a este enclaustramiento en el que no tenemos que hacer frente a la mierda de vida que llevamos a diario, ya veréis, digo, como cuando nos dejen salir, más de uno no querrá y se agarrará a los barrotes de su imaginaria prisión y se pasará el día estornudando y tosiendo para que lo metan en cuarentena, al estilo de aquellos presos que no quieren salir de la cárcel y delinquen de manera reiterada para volver a entrar. Y si con estás píldoras que os acabo de dar no os consoláis, tendré que recurrir a droga dura de verdad y os tendré que citar, para que recordéis vuestra buena suerte, al pobre desgraciado de Urdangarín, allí solo, en una prisión húmeda y fría de la que tardará años en salir.