La infección por el virus SARS-2 (Covid-19) no constituye por lo general una enfermedad grave ni altamente letal en sí misma, pero sí provoca una saturación del sistema de atención sanitaria, al enfermar gran parte de los facultativos que tratan a aquellos que lo padecen; por lo que es procedente plantear sus consecuencias desde el plano político e ideológico, más allá del exclusivamente médico. Si bien los intereses del gran capital están determinando las medidas que se toman para luchar contra la epidemia en perjuicio de lo que resultaría más conveniente médicamente, de modo que vgr. la Organización Mundial de la Salud demoró injustificadamente la declaración de pandemia del coronavirus hasta el 11 de marzo de 2020, cuando el primer caso reportado en China ocurrió el 1 de diciembre de 2019; debe recordarse que las incidencias en cuanto a falta de equipos de protección para los trabajadores (tests, mascarillas, etc.), desmantelamiento de la sanidad estatal y sobreexplotación del personal sanitario no son reclamaciones nuevas sino problemas que aquejan a nuestra sociedad desde hace largo tiempo y que no han sido solventadas ni modificadas por ninguno de los partidos políticos relevantes en España. Por contra, asistimos a una competición entre los diferentes Estados-nación del mundo por librarse de las consecuencias económicas de la pandemia para lo que no se duda en ocultar los casos y falsear las estadísticas (como en China, que arrestó al primer médico que dio la voz de alarma), acaparar mascarillas y respiradores prohibiendo su exportación posteriormente (como Alemania o Francia), o relativizar la gravedad de la situación médica para evitar tomar medidas colectivas contra la epidemia que pudiesen perjudicar a la economía nacional (como EEUU o Brasil).

En concreto, el descontrol europeo en la crisis del coronavirus parece replicar el que se produjo a raíz en la crisis económica mundial del capitalismo del año 2008, reproduciéndose ahora mutatis mutandis el mismo patrón de respuesta competitiva, descoordinada y desigual por los diferentes Estados miembros de la Unión Europea ante un problema que requiere una solución internacional. No existe ninguna otra zona del mundo en la que ocurra algo semejante, todos los países encuentran tarde o temprano una vía para atajar los problemas mientras que aquí la Comisión Europea hace dejación de funciones, ya sea en las interminables negociaciones de los rescates financieros o en la armonización de la legislación y política ejecutiva en materia de salud; de modo que las crisis o epidemias se agravan aleatoriamente ya sea en Grecia, Italia, España, etc. Sin embargo, tomando en cuenta la dimensión internacional del problema y la globalización económica, resulta evidente que mientras se sigan produciendo contagios en cualquier área remota del mundo el riesgo de pandemia continuará, sin que surtan efecto a largo plazo las medidas autárquicas y militaristas que estamos sufriendo si no se produce una modificación radical de la estructura de la sociedad mundial en el sentido de instaurar un verdadero gobierno mundial (o al menos europeo) que prevenga efectivamente la difusión de la enfermedad. El problema surge cuando se constata que dicho Estado futuro con soberanía internacional no es la tendencia a la que se dirige la opinión democrática mundial que se encamina más bien al repliegue y la confrontación nacionalista (basta citar a Trump, el Brexit, el procés, Vox, etc), debiendo concluir que la solución tendrá que provenir de la anónima racionalidad institucional ya constituida; que tiene su propia dinámica (léase Kafka).

Ello contradice el criterio mayoritario resumido, entre otros, en la Sentencia del Tribunal Constitucional 10/1983, de 21 de febrero, que establece que la soberanía se legitima mediante el mecanismo democrático nacional, anclando la soberanía nacional en el poder constituyente; que se estima prejurídico e ilimitado. A título accidental, deben notarse las limitaciones de dicha interpretación cuando los propios activistas antisistema (como Podemos) reclamaban en sus orígenes más «radicales» como solución política fundamental a todos los problemas sociales la redacción de una nueva Constitución nacional que derogara la que se promulgó en el año 1978; y ahora se encuentran implementando desde el Gobierno un estado de alarma que suspende la dinámica constitucional con la excusa de seguir pretendidamente un aséptico criterio tecnocrático médico. También la derecha nacionalista británica justificó la voluntad del Reino Unido de abandonar la Unión Europea argumentando que se había articulado mediante un referéndum, que se asemejaría a su norma política interna (ya que carecen de Constitución), lo que le habilitaría políticamente para ello conforme al artículo 50 del Tratado de la Unión Europea. Incluso los independentistas catalanes se vieron obligados a improvisar un referéndum para convencerse de estar legitimados para reclamar la separación de España, siguiendo sus leyes regionales transitorias de desconexión, defendiendo ulteriormente sus acciones como mera instrumentalización del «espíritu democrático del 1 de octubre» de las que no deberían responder jurídicamente; llegando hasta el extremo de negarles eficacia jurídica o simplemente no reconociendo su existencia (dijeron en el famoso juicio del procés que únicamente eran una provocación al Estado, pero no normas jurídicas).

No obstante, conviene notar que el propio sistema de Estados-nación ha desarrollado en su devenir histórico las condiciones internacionales para poder superarlo y, en este caso concreto de la crisis del coronavirus, debemos recordar que la Sentencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas de 5-2-1963 (caso van Gend Loos) estableció:

«que, por esas razones, ha de llegarse a la conclusión de que la Comunidad constituye un nuevo ordenamiento jurídico de Derecho internacional, a favor del cual los Estados miembros han limitado su soberanía, si bien en un ámbito restringido, y cuyos sujetos son, no sólo los Estados miembros, sino también sus nacionales; que, en consecuencia, el Derecho comunitario, autónomo respecto a la legislación de los Estados miembros, al igual que crea obligaciones a cargo de los particulares, está también destinado a generar derechos que se incorporan a su patrimonio jurídico; que esos derechos nacen, no sólo cuando el Tratado los atribuye de modo explícito, sino también en razón de obligaciones que el Tratado impone de manera perfectamente definida tanto a los particulares como a los Estados miembros y a las Instituciones comunitarias.»

Además, debe considerarse que los artículos 93 y 96 de la Constitución Española (CE) disponen que:

«Mediante ley orgánica se podrá autorizar la celebración de tratados por los que se atribuya a una organización o institución internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución. Corresponde a las Cortes Generales o al Gobierno, según los casos, la garantía del cumplimiento de estos tratados y de las resoluciones emanadas de los organismos internacionales o supranacionales titulares de la cesión»

(…)

«1. Los tratados internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente en España, formarán parte del ordenamiento interno. Sus disposiciones sólo podrán ser derogadas, modificadas o suspendidas en la forma prevista en los propios tratados o de acuerdo con las normas generales del Derecho internacional.»

Por tanto, resulta que los Estados nacionales europeos han instituido una nueva Comunidad internacional cuya existencia y vida política es independiente de ellos y tiene primacía sobre su Constitución (prácticamente irrevocable en el caso de España, conforme al citado artículo 96 de la Constitución Española) y acción política exterior; por lo que burocráticamente dicha solución ya se ha prefigurado debiendo alcanzar realidad material a través de un partido político internacional de ámbito europeo que defienda una política de salud que beneficie a toda la sociedad internacional europea y no atienda exclusivamente a los intereses de las naciones particulares o de las grandes organizaciones empresariales; contrariamente a las reaccionarias soluciones adoptadas hasta ahora por los partidos que forman parte de cada establishment nacional por separado (quienes controlan la Comisión Europea), que se basan en el cierre de fronteras, la militarización de la sociedad y la restricción de derechos individuales y colectivos, poniendo en riesgo a los trabajadores y, en especial, a los facultativos y sanitarios.

A fortiori, la Declaración del Tribunal Constitucional (TC) no 1/2004, de 13 de diciembre (que modifica el criterio sentado por la Declaración del mismo TC no 1/1992, de 1 de julio) establece que la vía del art 93 CE puede servir para introducir en el ordenamiento nacional español normas internacionales europeas que contraríen preceptos constitucionales, sin que ni siquiera sea exigible acometer una reforma constitucional. Los límites a la soberanía nacional se aprecian en la contradictoria doctrina mantenida por nuestro Tribunal Constitucional, emitida con motivo del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa (finalmente modificado y aprobado mediante el Tratado de Lisboa), ya que no es capaz de conceptuar ideológicamente una Constitución de forma distinta a la manera kelseniana; de lo que absurdamente infiere que el referido Tratado constitucional europeo no era una verdadera Constitución, a pesar de la denominación que oficialmente se le atribuía, y que únicamente posee valor hermenéutico para interpretar los derechos reconocidos en la norma fundamental española.

El artículo 17.1 del Tratado de la Unión Europea establece que «la Comisión promoverá el interés general de la Unión y tomará las iniciativas adecuadas con este fin», por lo que no cabe reconducirse a un mero tratado internacional sino que la propia Unión puede definir cuáles sean dichos intereses generales contra las propias Constituciones nacionales y (potencialmente) frente a la voluntad de los Estados Miembros; proponiendo disposiciones generales de naturaleza constitucional.

Ítem más, el art 52.1 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea admite que la política general de la Unión modifique el estatuto personal otorgado por la nacionalidad, precisando que:

«Cualquier limitación del ejercicio de los derechos y libertades reconocidos por la presente Carta deberá ser establecida por la ley y respetar el contenido esencial de dichos derechos y libertades. Dentro del respeto del principio de proporcionalidad, sólo podrán introducirse limitaciones cuando sean necesarias y respondan efectivamente a objetivos de interés general reconocidos por la Unión o a la necesidad de protección de los derechos y libertades de los demás.»

Por otra parte, la Sentencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas de 5 de octubre de 1994 (caso «Bananas») ya había señalado en su apartado 78:

«A este respecto, procede destacar que tanto el derecho de propiedad como el libre ejercicio de una actividad profesional forman parte de los principios generales del Derecho comunitario. No obstante, estos principios no constituyen prerrogativas absolutas, sino que deben tomarse en consideración en relación con su función en la sociedad. Por consiguiente, pueden imponerse restricciones al derecho de propiedad y al libre ejercicio de una actividad profesional en especial, en el marco de una organización común de mercados, siempre y cuando estas restricciones respondan efectivamente a objetivos de interés general perseguidos por la Comunidad y no constituyan, habida cuenta del objetivo perseguido, una intervención desmesurada e intolerable que afecte a la propia esencia de los derechos así garantizados.»

En definitiva, la actividad productiva de la burocracia europea ha generado los instrumentos para abordar internacionalmente la actual crisis del coronavirus en el ámbito de la Unión Europea, de modo que la incapacidad de la Comisión Europea para formular ningún plan avalado científicamente para contener la pandemia sólo puede atribuirse a la ideología de los partidos políticos que la dirigen, que les impide evaluar las soluciones desde un punto de vista internacional y no exclusivamente nacional; principalmente en perjuicio de los trabajadores y de los funcionarios que se ven obligados a soportar riesgos innecesarios para su salud. La obstinación regionalista y nacionalista de los partidos de izquierda resulta especialmente insólita, considerando el origen internacionalista de la Unión Europea, cuyo programa fue anticipado por primera vez en el Manifiesto de Ventotene y ha inspirado su construcción desde mediados del siglo pasado.