[La 2 Noticias, espacio caracterizado por sus contenidos vinculados a los derechos humanos, los conflictos internacionales, el medio ambiente o la cultura, tuvo a bien hacer partícipe a Antonio Cascarosa de la importancia de la reciente exhumación de los restos del dictador Francisco Franco].

Nací el 1 de mayo de 1926, cuatro años después que mi hermano FLORENCIO, en el pueblo de Belver de Cinca, que contaba con alrededor de 2500 almas. Este pueblo, de vocación agrícola, está en la provincia de Huesca, al nordeste de España.

Durante los acontecimientos que se produjeron en julio de 1936, esta fue una de las primeras zonas en oponerse eficazmente al sublevamiento fascista, pero quedó cerca de la línea en que el frente se había estabilizado.

A principios de 1938, cuando se rompió el frente y las hordas fascistas se aproximaron al pueblo, la familia tomó el camino del exilio, dirección a la vecina CATALUÑA. En la carretera que nos llevaba hacia el NORTE, seguimos a la multitud de refugiados sin tener una idea muy precisa de nuestro destino, a parte de Barcelona, donde residía un familiar. La suerte quiso que, influenciados por unos compañeros de ruta del pueblo, tomáramos rumbo hacia los Pirineos para detenernos en BELVER DE CERDAÑA, a una treintena de kilómetros de la frontera con Francia. Bien nos vino, porque poco después de nuestra llegada encontramos en aquellos lugares morada, trabajo y comida, al abrigo de las bombas y de la miseria de la guerra.

El intervalo duró hasta febrero de 1939. La familia, al son del cañón, tomó el camino hacia la frontera, viniendo a aumentar la riada de refugiados que se apiñaban en PUIGCERDÁ, ciudad fronteriza y paso natural hacia Francia por la TOUR DE CAROL. Una fauna abigarrada compuesta de civiles y militares esperaba angustiada la apertura de la frontera para escapar de las hordas fascistas.

Pero ésta permanecía cerrada por las autoridades francesas. La espera duró varios días bajo el frío y la angustia, luego Francia terminó por abrir su frontera para la evacuación limitada a los niños, las mujeres y los ancianos. Para nosotros, este fue nuestro primer desgarro: tuvimos que emprender el camino del exilio sin mi padre. Pero mi hermano FLORENCIO, de 16 años, aun pudiendo venir con nosotros, se negó a abandonar a mi padre, para hacerle compañía y compartir con él su destino.

Del otro lado de la frontera nos esperaba el tren que nos llevaría a ÉVREUX, para ser finalmente conducidos al pueblo normando de LA BARRE EN OUCHE (EURE). En ese tren, el trayecto estuvo lleno de emociones y sorpresas. En cada parada, los franceses venían a saludarnos y aportarnos víveres de todo tipo que éramos absolutamente incapaces de comer. Tras tanto cansancio y tanto miedo, este calor humano fue de gran consuelo. El cambio era demasiado brusco para hacer perder las costumbres adquiridas durante la guerra, de manera que los vagones llegaron a destinación llenos de sacos de pan y de comida que los viajeros habían acumulado a lo largo del trayecto. Nuestra estancia en BARRE EN OUCHE transcurrió en las mejores condiciones y nos permitió retomar fuerzas. Las autoridades pusieron a nuestra disposición la sala de fiestas para acoger el centenar de almas que formaba nuestra colectividad. Fuimos bien alimentados y cuidados, con una acogida por parte de la población que puede considerarse cordial, habida cuenta la propaganda malintencionada (por parte de la prensa nacional) que había precedido nuestra llegada.

Tras haber hallado este remanso de paz, nos faltaba localizar a los otros dos miembros de la familia, que sabíamos que debían haber atravesado también la frontera. Unas listas de refugiados hacinados en los campos comenzaron a circular, recorriendo los diferentes lugares de destino de las familias, de suerte que al cabo de varias semanas supimos que mi padre y FLORENCIO se encontraban en el campo de VERNET D’ARIÈGE, situado cerca de la frontera con España.

Hacia el mes de mayo, después de que la mayoría de las familias pidiesen regresar a España, el centro de LA BARRE EN OUCHE fue clausurado, y las dos familias restantes fueron conducidas al centro de GAILLON (EURE), lugar de concentración de toda la población refugiada del departamento que había momentáneamente rehusado volver a España.

En GAILLON, todo el mundo fue alojado en el “Castillo”, una construcción antigua mal tratada por los años. Se acabó la libertad de corretear y acercarse a la población nativa, como era el caso en LA BARRE EN OUCHE, lo que nos permitía también aprender francés. Desde la declaración de guerra contra los alemanes, en septiembre de 1939, fuimos trasladados a un “antiguo” centro correccional reservado a los adolescentes, situado a unos cuantos kilómetros de GAILLON, en medio de la naturaleza.

El aislamiento fue total, y el régimen de vida permaneció inalterado. Entre tanto, mi hermano FLORENCIO vino a reunirse con nosotros, dejando a mi padre en el campo, aunque por poco tiempo, porque la movilización militar había dejado el campo de Francia sin juventud, creando así una demanda de mano de obra colmada, en parte, por los internos de los campos, entre los cuales mi padre fue beneficiario teniendo por destino un pueblo del TARN llamado CESTAYROLS, cerca de ALBI.

Para nuestro beneficio, la situación iba evolucionar bastante rápidamente en razón del esfuerzo que Francia tuvo que llevar a cabo a causa de la guerra, llamando a la movilización a toda la mano de obra disponible. Fue así que a comienzos de 1940, primero mi hermano y luego nosotros dejamos la “COLONIA” para ir a vivir a VERNON, en un albergue reservado a las familias de los refugiados españoles que trabajaban para una empresa de obras públicas encargada de construir una fábrica de pólvora, a unos cuantos kilómetros de la ciudad. Apenas cumplí los 14 años, fui contratado como “mozo” en dicha obra, completamente orgulloso de ganarme por fin la vida. Sin embargo la guerra nos pisaba de nuevo los talones, y oyendo caer las bombas en aquel lugar, en Junio de 1940 tomamos el camino de la retirada, dirección sur, sin esperar la llegada de los agresores. Tras numerosas peripecias compartidas con muchos franceses, conseguimos unirnos con mi padre en CESTAYROLS, donde la familia pudo al fin reunirse al completo, algo que no había podido hacerse realidad desde el abandono de España en febrero de 1939.

Pero la pausa fue breve. Gracias al Armisticio, el campesinado francés reencontró a sus hijos, y de agricultores pasamos a ser peones camineros al servicio de la municipalidad. Todo iba bien cuando el Gobierno PETAIN tomó la decisión, al inicio de octubre, de enviarnos a pudrirnos al restablecido campo de ARGELÈS SUR MER (Pirineos Orientales).

La llegada al campo, eso fue una dura prueba, porque esta vez toda la familia se hallaba privada de libertad, sin la esperanza de una ayuda que viniera del exterior y sin otro horizonte que los alambres de espino. Este “hotel” fundado sobre la arena se rejuvenecía al acoger de nuevo a los refugiados españoles de febrero de 1939 junto con otros muchos apátridas como “las brigadas internacionales” y los judíos.

Los miembros de la familia entraron juntos pero fueron separados de nuevo, los unos integrando el campo de las “mujeres” y los otros dos el campo reservado a los “hombres”. No obstante, al principio, podíamos vernos e incluso intercambiar comida a través de los muros de alambre de espino que nos separaban. El tiempo de las restricciones había llegado.

Al principio, para mitigar la infecta comida que nos era servida, recurríamos a los ahorros hechos en el curso de los meses precedentes. Eso solo duró un tiempo y hubo que resignarse, como todo el mundo, a adoptar el régimen dietético del campo, compuesto de tomates, nabos y aguaturmas, a los que se añadía una escasa ración de pan.

Unas barracas de madera recubiertas de lona bituminosa fueron el lugar de residencia reservado a los recién llegados, reagrupados por lotes de alrededor de unas cincuenta personas, durmiendo sobre la arena, en colchones rellenos de paja, con una manta por persona. Como sardinas en lata, las familias se extendían sobre el suelo, haciendo de cada parcela de arena una propiedad privada inviolable, salvo por los ratas. A esta calamitosa situación vinieron a sumarse lluvias torrenciales que nos obligaron a abandonar las barracas so pena de ser víctimas de una inundación. El incremento de efectivos hizo que hacia el mes de diciembre se duplicara la capacidad del campo, creando una nueva zona reservada a las “mujeres” separada de la primera por un riachuelo, originado en las inundaciones de octubre. A la separación física de las familias se añadía la privación de verse y comunicar de viva voz entre ellas. Todo contribuía a reducir la esperanza de una vida mejor: el hambre, los piojos, las pulgas, las ratas y para terminar, el frío. Un tiempo frío hecho de viento que levantaba la arena y la hacía penetrar en el interior de las barracas. Los menos resistentes, minados por el hambre y la miseria, faltos de esperanza, cogían la ruta de vuelta a España, dejando en el campo a los hombres para limitar el riesgo del retorno. Decidida a resistir a todas la dificultades, la familia, impulsada por la madre, decide reaccionar utilizando las últimas reservas para comerciar y utilizar la plusvalía para sobrevivir. El proyecto consistía en cocinar y vender tartas a base de sémola de maíz en el campo de los “hombres”, luego comprar cajas de arenque ahumado y pasarlas al campo de las “mujeres” para venderlas allí. Conscientes de los pocos recursos de la clientela, nuestros beneficios se limitaban a disponer cada uno de una tartita y un arenque, de manera que no se redujera el capital. No hace falta decir que, vista nuestra precaria situación en todos los aspectos, la tarea exigía mucho esfuerzo e ingenio. Pero eso nos tenía ocupados y nos impedía caer en la desesperación. Muchas historias acaecidas en el interior del campo, dignas de interés, se agolpan en mi memoria, pero las dejo a un lado para pasar a comentar mi estancia en el campo de RIVESALTES.

En el mes de abril de 1941, la administración decide trasladar a la población interna al campo de RIVESALTES. No recuerdo si este traslado fue total o parcial, pero en cualquier caso nuestra familia formó parte del mismo, y siguiendo el mismo método los “hombres” fueron separados de las “mujeres” en el interior de los campos, perfectamente acotados mediante muros de alambre de espino. A primera vista el cambio nos pareció positivo en la medida en que las barracas se inscribían en el marco de una construcción tradicional en mampostería con suelo hormigonado, lo que constituía un progreso en relación a las barracas de madera plantadas en la arena, como era el caso del campo de ARGELÈS SUR MER. Al interior, estaban dotadas de una estructura de madera en dos niveles, instalada a lo largo de todo el local. Cada nivel estaba equipado de una tela metálica destinada a servir de somier y recibir los sacos de dormir. La mejora hubiera sido real sin la profusa aparición de chinches en la madera de las camas. En cambio, y sin conocer la razón, la situación alimentaria se agravó para todos en general y para nosotros en particular, ya que nuestra posibilidad de continuar con nuestro comercio de supervivencia había desaparecido a causa del aislamiento del campo con respecto al exterior, al menos para los internos. Se acabó el arenque ahumado y la tortita de harina de maíz, que enriquecían nuestra dieta de aguaturma y nabos.

Además, el clima era tan rudo como el de ARGELÈS SUR MER, sin el atractivo que ofrecía la vista del mar. Pero había que resistir y esperar a ver lo qué pasaba…

Cada cual por su lado nos pusimos en busca de un suplemento alimenticio con que colmar nuestra hambre. Mi hermano FLORENCIO se ofreció voluntario para formar parte del equipo de mantenimiento, con el fin de recibir una doble ración que compartía con el padre. Por nuestra parte, mi madre pasaba el tiempo tricotando y reparando la ropa de los empleados de las cocinas, con la esperanza de recibir, a cambio, un poco de comida. En cuanto a mí, yo me convertí en un alumno asiduo de la escuela del campo, para beneficiarme del vaso de leche y de las vitaminas distribuidas al alumnado. A pesar de mi gusto por el estudio, mi cuerpo periclitaba y hacía falta recurrir a métodos más eficaces para mejorar la vida cotidiana. Imitando a otros jóvenes, me uní a las bandas de adolescentes que acechaban toda demanda de voluntarios para servir de mano de obra en el transporte de comida en camión a las diversas cocinas del campo (madera, panes…). Los puestos eran escasos y las peleas por obtenerlos abundantes, pero había que aferrarse a ello para obtener, como recompensa, un tazón de sopa aquí, allá un trozo de pan, dado o robado. Bote metálico en bandolera y cuchada agarrada al cinturón, recorríamos todos los rincones del campo, como perros hambrientos devueltos al estado salvaje.

Llega el verano de 1941 sin que se constate mejora alguna en la situación alimenticia. Al contrario, por la frecuencia del paso de los camiones que transportaban a los fallecidos, se constataba una importante degradación de la salud de la población del campo. Entre tanto, una nueva desgracia se abatió sobre las familias. Una buena mañana, la Milicias de Petain se desplegó por todo el campo en busca de hombres válidos para ir a trabajar al servicio de los alemanes. Todo el mundo ignoraba lo que eso podía representar, pero se temía lo peor: ¿deportación a Alemania? Formar parte de la compañía de trabajo en lugares peligrosos. Ante esta inquietud, mi hermano huyó del campo y no volvió hasta que la milicia se hubo marchado. Desafortunadamente, mi padre, a pesar de su edad, había sido inscrito en la lista de los que partían. Por no verlo partir solo, mi hermano FLORENCIO se ofreció voluntario, para compartir su destino.

Durante algunos meses, ninguna noticia se filtró sobre la suerte de los deportados. Por ello, al hambre venía a sumarse la angustia. Por nuestra parte, la exasperación había alcanzado tan altas cotas que cada día le rogaba a mi madre que se inscribiera para regresar a España. Pero ella no flaqueó y permaneció intransigente: no se iría de Francia sin saber qué había sucedido con los otros miembros de la familia. Y ella tuvo razón, ya que finalmente el contacto se estableció, anunciándonos buenas noticias: los alemanes los habían reagrupado en los campos de trabajo para la construcción del Muro del Atlántico en una zona próxima a Brest, en Bretaña. Su situación tenía la dureza de los trabajos forzados pero las condiciones de vida, comida y trabajo eran soportables, de tal suerte que su nueva situación, a pesar del peligro de los bombardeos, resultaba mejor que la que les proporcionaba el campo de RIVESALTES.

Por otro lado, recibían una pequeña suma de dinero que debía permitirles hacernos llegar paquetitos de comida, como fue el caso. Aliviados de saberlos con vida en FRANCIA, ya no se volvió a hablar más de regresar a España. Había que resistir allí y ver lo que pasaba. Pensándolo bien, el único modo de mejorar nuestra situación era acercarse a las cocinas, mágico lugar para llenar el vientre.

La táctica resultó ser estupenda. Haciendo trabajos ocasionales, mi madre conoció a una aragonesa que trabajaba en las cocinas, con quien compartíamos los mismos orígenes. Ella nos tomó afecto, lo que me daba acceso a un vaso de leche o a un tazón de sopa de vez en cuando. Este fue luego el engranaje mágico. Siempre al acecho y disponible para hacer favores, fui contratado como sustituto para cortar la leña, a lo que siguió una titularización, convirtiéndome así en miembro de pleno derecho del personal de cocina. No sin dificultades, ya que mi trabajo exigía esfuerzos  pesados para los que no estaba físicamente preparado, porque había sido operado de una hernia justo antes de entrar en ARGELÈS SUR MER y luego no me había repuesto. Como era previsible, el mal reapareció, y para poder continuar con mi trabajo tuve que utilizar una prótesis. Por el momento, el problema de la subsistencia estaba resuelto, ya que podíamos saciar el hambre y, por tanto, coger fuerzas para afrontar el invierno que se avecinaba. Pasaron los meses, sin otra perspectiva que resistir y esperar a ver lo que sucedía, con la esperanza de reencontrarnos un día. Pero esta situación, aunque envidiable en comparación a los otros internos, no me satisfacía y había que encontrar la forma de salir del campo. Con este fin me dirigí a la YMCA (Asociación de Cuáqueros Americanos) para tentar mi suerte.

En efecto, esta organización humanitaria, de carácter privado, poseía varios centros de acogida en Francia destinados a reunir niños y adolescentes descendientes de inmigrantes refugiados en Francia, como los españoles, pero sobre todo judíos. Esta perspectiva, aunque muy incierta, parecía muy dolorosa para mi madre, pero llena de esperanza para mi futuro. Antes de mi partida, convenimos que ella se ofrecería voluntaria para ir a trabajar al exterior como señora de la limpieza o cocinera, si el caso se presentaba. Fue así como dejó el campo en MARZO DE 1942, con un contrato laboral con una familia que habitaba en la estación balnearia de FONT ROMEU (Pirineos Orientales).

Poco tiempo después, las noticias que me llegaban de mi madre me hacían sospechar que las cosas no iban bien en su nueva situación y decidí escaparme del campo para ir a su encuentro. Y así fue. Con un salvoconducto para RIVESALTES, fui a PERPIGNAN para coger el tren que debía llevarme a FONT ROMEU. Pero llegado a VILLEFRANCHE, me detuvieron los gendarmes quienes, comprendiendo mi situación, me permitieron continuar con mi camino tras haberles prometido que volvería al campo apenas mi misión estuviese cumplida. Llegado a mi destino, fue grande mi sorpresa al encontrar a mi madre desnutrida y exhausta. Había topado con unos patrones sin escrúpulos que la hacían trabajar sin alimentarla convenientemente. Su retorno al campo se imponía porque yo tenía la posibilidad de alimentarla para que recobrase la salud. Así se hizo, varios días después de mi regreso al campo.

Convencido de que la única posibilidad que tenía de salir del campo pasaba por la YMCA, en el curso de mi indagación supe que poseía una filial que permitía no solamente salir, sino cursar estudios primarios, incluso secundarios, en centros especializados: ¡¡un sueño!! Probé suerte y tras varios meses de espera el milagro se produjo, de forma que en JUNIO DE 1942 dejaba el campo de RIVESALTES destino al municipio de MURIES (Bouches du Rhône) donde la YMCA poseía una colonia destinada a recibir niños y adolescentes, así como mutilados de guerra de España.

Una nueva época de mi vida se me abría, pero en completa soledad. Con el corazón en un puño, salía del campo dejando a la valerosa madre desprovista del apoyo de su hijo. No volví a encontrarme con ella hasta un año más tarde (JUNIO DE 1943), después de que ella hubiera sufrido los rigores del campo de GURS y las compañías de trabajo reservadas a las mujeres.

Hubo que esperar hasta DICIEMBRE DE 1943 para que toda la familia pudiese reunirse en CAMBON SUR LIGNON (Haute Loire) bajo los auspicios de la Cruz Roja Suiza.

Traducción: Roberto Senar.