Ahora que la casa es toda para mí, mirar por la ventana ya no es esperar ver alguna silueta humana recortada por el contraluz del sol que siempre está delante de los cristales. El abuelo Florencio, cuando jubilado, dejó de hacer de albañil pero no dejó de serlo nunca. Juraba y blasfemaba cada vez que veía una casa mal orientada, el lienzo de una pared abombado o una solera mal echada… pero no es el abuelo Florencio el que en este momento quiero que se pasee por mi cabeza. Sigo mirando a través de la ventana y pienso en usted, madre.

He llamado al programa de Radio Clásica porque, esta vez, no quiero escuchar la música yo solo. Como cada cumpleaños, sonará el vals. Volveré a verla, madre, girando por el comedor. Volveré a ver la sonrisa ancha, el delantal sobre la falda, la harina nevando los dedos y oiré las zapatillas rozando el barro cocido de las baldosas. Sentiré recuperada la imagen de la felicidad. La punta de una navaja se me apoyará despacio, sin que la haya visto acercarse, sobre la boca del estómago… porque la melancolía, que no la nostalgia, tiene forma de cuchillo que se abre paso silencioso y que no te avisa de la herida hasta que está dentro y duele.

He oído el vals desde la radio. Esta vez el gramófono se ha tenido que quedar en silencio y en la radio el vals no crepitaba. El disco que padre trajo de México suena ya como el fogaril cuando le meto rama pequeña y sarmiento para encender. He escuchado otra vez esa melodía como cada año pero en esta ocasión había muchos oyendo… el saberlo pero no poder ver a nadie no ha quitado miaja a mi soledad. Ha dicho la locutora que (ha dicho mi nombre) pedía este tema porque en cada cumpleaños su madre lo bailaba con su hijo. La locutora ha dicho que (su hijo, yo) le dedicaba este tema a su madre, estuviera donde estuviese. Todo verdad.

Yo vuelvo a lo mío. Esos giros. Verla, madre, con chispas en los ojos. Mirarla y ver la sangre subiendo a las mejillas en forma de pétalo de ababol sobre el mármol de su piel. Ver el sol atrapado en las perlas de sudor, pequeñas y redondas. Oír las risas. Sentir en el aire todos los olores buenos llevados hasta mi nariz por el vientecillo que hacen los cuerpos cuando bailan…

Padre se fue a México, no, como otros del valle, a Guinea Ecuatorial.

El siempre supo distinguirse. No había nada que padre odiase más que ser un adocenado. En lo que era igual a los demás era en la pobreza y la falta de horizonte. O a Francia por los puertos o a España por los congostos…no había más. Mientras que a otros se les llenaba la boca hablando del cacao de Fernando Poo,  él fue de los pocos montañeses que no siguió la estela del camino trillado en busca de trabajo y oportunidades y se fue para América en lugar de para África. Que sí, que allí no quedaban colonias españolas -decía padre- ¿Y qué? 

La silueta de padre la vi pocas veces a través de la ventana. Cuando venía, lo hacía lleno de regalos (el dinero llegaba a lo largo del año por Correos) y madre saltaba de una forma rara cuando se acercaba el carro que lo traía desde Benasque -a donde había llegado de Barcelona; a la que había volado desde Guanajuato; ciudad a la que había llegado desde Tierra Blanca-. Digo rara porque parecía de alegría, pero no; de emoción, pero tampoco; de anhelo, pero ¿de qué?; parecía de agitación, pero ¿por qué? De felicidad no era. 

Padre siguió llamando carro al coche cuando este sustituyó al primero, decía que así le llamaban allí. Lo decía con un desdén mal disimulado por una sonrisa un tantico socarrona. Lo que decía esa sonrisa es que no sabíamos nada de allí. A nosotros, mi hermano y a mí, el efecto que nos hacía era de acicate. Le preguntábamos más y más cosas para que quedase constancia de cuánto no sabíamos ni sabríamos jamás y viajábamos con la imaginación a esos sitios de donde salía la fortuna que nos había quitado del hambre. El sentenciaba y sonreía. Nosotros sonreíamos y preguntábamos. No sabíamos nada de allí y queríamos saber. Como queríamos saber de aquí, de cuando nacimos, entre viaje y viaje de padre, como queríamos saber de cuándo llegaría el día, que nunca llegó, en el que nos llevaría con él a América. Madre saltaba, ya sin ímpetu, intentando pasar inadvertida, de una forma rara.

Pero no quiero ver esa mueca en su cara, madre. Vuelvo a la imagen del recuerdo de usted bailando. Padre nunca podía estar en casa para el cumpleaños de usted. Nadie parecía penar por ello. Yo era feliz viéndola a usted sonreír, sintiendo su mano…aunque fuese en mi cara en forma de bofetada. Yo intentaba soltar a mi hermano de su regazo, deshacer el entrelace de dedos para que usted bailase conmigo, cogiese mi mano, mirase mis ojos… Usted no lo sabe pero me hizo un favor. Aunque solo quisiera bailar con mi hermano, yo era feliz viéndoles girar y danzar Sobre las olas en el comedor de casa. Sabía que su felicidad, madre, no dependía de mí. Yo no tenía esa responsabilidad. Tampoco tenía que celar por mi futuro. Él era el hereu y a mí no me esperaba nada. ¡Cuánta libertad da ser un desposeído! Mi hermano desconfió siempre de mi mansedumbre, no entendía por qué los destellos cainitas de su mirada nunca encontraron reflejo en la mía. 

Usted no quería escucharme, madre, no quería mirarme, ponía empeño en no quererme y lo consiguió (hasta en eso me parecía a padre: en un mundo de resentidos y taimados yo, que odiaba el adocenamiento, había elegido otro camino. Y, si no feliz, he sido un hombre tranquilo, sin rencores, sin cuentas pendientes). No hacía falta que me lo dijese.  Eso no sirvió para alejarme de su lecho. Era usted la que tenía la necesidad de ponerlo en palabras antes de morir, no yo. Qué culpa podía tener yo de haber sido engendrado a la fuerza y qué más me daba ya; qué iba a saber un niño de lo sola que se sentía una mujer en el valle casada y sin el marido; qué era eso de otra mujer y otros hijos al otro lado del océano; qué podía importarme más que verla a usted feliz… aunque no fuese conmigo. 

En cambio, mi hermano… a él nunca le salieron las cuentas. Todo era agravio comparativo. Daba igual cuánto tuviese, cuánto le correspondiese, cuánto pudiera llegar a alcanzar… su cabeza estaba llena del ansia por todo lo que no tenía y cuando usted murió no supo cómo seguir viviendo. 

Pensó que echándome de la casa encontraría la paz. Me dijo que mi calma le ponía nervioso, que no podía ser que yo estuviera tan tranquilo después de todo lo que usted me había dicho en su lecho de muerte. Me llamó a su lado. Me hizo volver. Me arrojaba fuera de la casa en cuanto se empapaba de aguardiente. Me buscaba de nuevo, aunque me hubiese ido bien lejos con la ovejas… yo, con mi paciencia, iba y venía, sintiendo más lástima que otra cosa, se lo aseguro madre, porque había que verlo… se meaba encima, apestaba, estaba flaco y desaliñado y las borracheras eran continuas.

No fue premeditado y, ahora que lo pienso, fue un poco por piedad. Bueno, tengo que reconocer, que no podía permitirle que me estropease la postal de mi felicidad, la única que tengo. Y así, cuando llegó el día de su cumpleaños, madre, el primero en que usted no estaba y me agarró para que bailase con él el vals, me puse rígido.  Intenté zafarme pero, como antaño con usted, no soltaba el regazo ni el entrelazado de dedos, solo que esta vez eran los míos. Me solté a pesar de su fuerza de garfio, de sus lágrimas desesperadas, de su vocerío atronador y fue todo rápido y dulce: como he hecho tantas veces con los corderos.

Después de limpiar el suelo me quedé mirando a través de la ventana, hacia el campo, como estoy haciendo ahora. Mirando para buscar unas siluetas sobre las que no se detendrá el sol porque únicamente están en mi cabeza y mi cabeza siempre está hacia al norte.