La ciudad es el lugar de la suciedad por antonomasia. La Roma decadente de Juvenal. El «¡agua va!» de las villas medievales infestadas por la muerte negra. El smog en la Inglaterra de Dickens. El hedor de las cloacas del Raval. Los solares de la heroína de nuestra infancia. 

Pero la prístina pulcritud que rodeaba la imagen del campo se ha venido abajo.

Cunetas de carretera convertidas en vertederos. Restos de plástico por todos los rincones, cáscaras de pipas bajo el banco del parque infantil. Aguas freáticas saturadas de nitritos y herbicida. Coches descuartizados en el patio trasero. 

El turista rural afronta estoicamente tales inconvenientes a la hora de componer su oda al campo. A fin de cuentas, está acostumbrado a todos ellos.

Pero hay otro tipo de suciedad que no puede tolerar: el barro, las hojas secas y el estiércol. 

La ciudad no ha dejado de ser sucia, aunque a base de manguerazos pueda no parecerlo.

El campo se ha convertido en un lugar sucio, y a menudo lo parece.

El turista adora los cuentos de la abuela. Los viejos recuerdos y su dulce repostería.

Es eso lo que ha venido a buscar.

Las cosechadoras que invaden los dos carriles de la carretera o los jornaleros que andan por la cuneta no le interesan. Incluso parece que llegan a molestarle. Le han vendido un mundo rural que no se corresponde exactamente a lo que encuentra. 

Y normalmente son sus moradores los que rompen la armonía del instante. 

Lo mismo les sucede a muchos que han ido a vivir al campo en busca de refugio.

A ellos no les molestan los cencerros de las vacas. Pero sí el hijo del vecino cuando pasa a cien por hora por detrás de casa. O el padre cuando vuelve de cazar con sus amigos.

Ellos también han ido al campo esperando encontrar algo que respondiera a sus expectativas. Un entorno que habían construido en su mente mucho antes de llegar a conocerlo. El lugar donde sus sueños se harían realidad. El espacio profano en medio del océano de la cultura dominante que se convertiría en fuente de lo creador. 

Son jardineros de edenes.

Miman con detalle la pequeña parcela de su paraíso particular. Huyen de la vida a la que estaban destinados. La carrera universitaria o los turnos de la fábrica. El campo les ofrecía la oportunidad de reinventarse. Y en buena medida se sienten recompensados. El esfuerzo no ha sido, ni mucho menos, en balde. Pero como dice un viejo hortelano: «en el campo todo son contrarios». Él se refiere a los pobladores indeseables de la huerta, pero ellos lo interpretan de otra manera.

No han encontrado a los campesinos que habían imaginado. Gentes cinceladas por un molde roto hace tiempo. Portadoras de un elenco de valores que, casualmente, coinciden con los suyos: conciencia ecológica, gusto por el trabajo vivo y por lo pequeño, cooperación, responsabilidad individual y colectiva, arraigo al territorio y a la memoria, espíritu crítico, curiosidad, pensamiento holístico, atención a la singularidad y a la heterogeneidad. 

No los han encontrado porque los campesinos ya no están ahí. El campo todavía no se ha vaciado del todo. No ha olvidado por completo lo que un día fue ni tampoco a los que le dieron forma. Pero no podemos cederles la palabra para que nos digan si se sienten reconocidos en las cualidades que estos peculiares recién llegados les atribuyen.

Badal, Marc. (2014) Vidas a la intemperie. Ed. Pepitas de calabaza & Ed. Cambalache.

Si quieres saber más sobre este libro:

https://elpais.com/cultura/2018/01/02/babelia/1514918935_733461.html

https://elpais.com/elpais/2017/12/01/opinion/1512132450_197987.html