No recuerdo si fue en Amboise o en Blois, ni siquiera recuerdo el año exacto y mucho menos el día de la semana, calculo que estaríamos a finales de los 80. Sin embargo, no puedo olvidar las ganas de llorar que me invadieron cuando, desde el autobús en el que viajaba junto a otros adolescentes estudiantes de francés, observé a mis tíos “de Francia”. Yo temía que no me vieran o que se cansaran de esperar y marcharan de aquel parking donde habíamos quedado, temores de adolescente injustificados que desaparecieron cuando conseguí bajar de ese bus, pasar de las visitas turísticas previstas para ese día y abrazar a mis tíos, Valero Arqué y Ramona Ríos. No era la primera vez que los veía porque ellos venían a Fraga de vez en cuando pero el hecho de encontrarles allí, a casi 1000 km de mi casa, me emocionó muchísimo. 

Tampoco soy consciente de cuándo descubrí el motivo por el que yo tenía familia en Francia. Es triste, pero una no va siempre con una libretita apuntado hallazgos o conclusiones y hay periodos en la vida que no favorecen la curiosidad. Aunque es lógico pensar que el descubrimiento fue gradual y consecuencia directa de las visitas de mis tíos a Fraga: las conversaciones de sobremesa, las frases cortadas, las miradas de los mayores, las discusiones familiares y los lloros a escondidas fueron aportando datos. Cuando hay más de diez personas de una misma familia en un mismo espacio, la información es difícil de controlar y en muchas ocasiones las palabras clave “rojos”, “fascistas”, “Franco”, “frontera” o “algo habrían hecho” proporcionan pistas hasta para las mentes de los adolescentes menos motivados. Y eso me pasó a mí, poco a poco fui construyendo una teoría sobre la posibilidad de que mis tíos de Francia estuvieran allí a causa de la Guerra Civil, ¡menudo crack de la deducción! 

Con el tiempo conseguí entender quiénes eran los “rojos” y que no existían los “blancos” o los “azules” (no sé por qué razón me empeciné en asignarle pareja de color a los “rojos”). Además, cada una de las visitas de mis tíos implicaba alguna conversación en casa, con mi abuela materna o con mi padre. Ellos no hablaban abiertamente de la guerra, sobre todo mi abuela, pero fueron una fuente de información innegable, aunque una se posicionara en el resentimiento producido por la muerte de un hermano en Valencia y el otro, mi padre, en los recuerdos de la infancia. De esta forma el exilio fue pasando a formar parte de mi vida y supuso una ventana que me llevó a interesarme por los temas relacionados con la Guerra Civil, me facilitó la búsqueda de información fuera de los cauces habituales y me sumergió en aspectos tan apasionantes como las colectividades, el Consejo de Aragón, la cultura libertaria, la escuela moderna, la solidaridad, el apoyo mutuo, el ecologismo o el antimilitarismo. Mis tíos de Francia se convirtieron para mí en un referente y en cada una de sus visitas me sorprendía al comprobar el abismo que existía entre ellos y mis familiares de aquí. Un abismo no relacionado con la calidad humana, sino con el interés intelectual, la percepción de la religión, el trato hacia la mujer, el compromiso social, el espíritu crítico o la formación política. En esos momentos percibí el peso de la losa con la que el franquismo, a través de todos sus tentáculos, había sepultado a mi familia en España, como a tantas otras. 

La toma de conciencia sobre el exilio me empujó también a preguntarme cómo, cuándo y por qué esta familia de jornaleros de Fraga se exilió a Francia y cómo una parte de ella regresó a los dos o tres años a una ciudad destruida por las bombas e inmersa en la dura posguerra. Hasta este punto, he hablado de la figura de mis tíos Ramona y Valero, ellos han sido mi referente en el exilio porque se establecieron en Francia y en la sociedad francesa se arraigaron y crearon una familia. Sin embargo, el camino hacia la frontera lo iniciaron todos los Arqué Sorolla: Joaquín, Dolores y sus 7 hijos (entre 18 y 5 años). Y esta es otra parte de la historia, la de la huida hacia el norte, evitando los bombardeos y buscando salvar la vida. Las tropas del General Yagüe entraron en Fraga en marzo de 1938 y los Fauretos (mi familia paterna) ya no estaban allí porque decidieron huir, animados por su hijo mayor que se llamaba Valero y que había sido miembro de las Juventudes Libertarias y de la columna de Durruti. Los testimonios que podrían clarificar la cronología del viaje al exilio son escasos y desgraciadamente la prudencia me impidió interrogar abiertamente sobre este tema a mis tíos más mayores por lo que los datos que nos han llegado provienen de los más jóvenes y nos presentan una visión infantil y parcial del trayecto. La falta de información ya no tiene solución y el puzle quedará inexorablemente incompleto, ya que la edad no perdona a los protagonistas de esta aventura. Lo que está claro es que el viaje se inició en 1938 y duró varios meses porque seguramente cruzaron la frontera en febrero de 1939. Según los testimonios, mis abuelos no tenían responsabilidades políticas ni militares, por lo que huyeron por el miedo a la guerra y a las consecuencias que podían sufrir con la llegada de los soldados nacionales. Tampoco tenían grandes posesiones, mi abuelo realizaba tareas en el campo y mi abuela criaba a sus hijos, aunque también encajonaba higos. Todos vivían en la calle San Roque, cerca del Castillo y enfrente de un refugio donde se escondían cuando se producían bombardeos; desde allí salieron con un carro cargado de colchones y comida (jamones, dice mi tía Rosita) hacia Cataluña. En el viaje los acompañó una familia de Gelsa de Ebro y con ellos fueron avanzando hacia la Pobla de Cérvoles, donde les cedieron una masía a cambio del trabajo que pudieran realizar. Durante el trayecto hacia la frontera también estuvieron en Flix y Vilafranca del Penedès porque en varias ocasiones acudieron en ayuda de familias de Fraga que necesitaban apoyo. En estos casos el enlace era mi tío Valero, que disponía de coche y de información porque fue militarizado y era chófer de un General. Finalmente, llegaron a la frontera y tuvieron que dejar las pocas pertenencias que conservaban, incluido el carro y el mulo, y esperar su turno para poder pasar. 

Entre enero y febrero de 1939 más de 500.000 españoles cruzaron la frontera de la Jonquera huyendo del avance de las tropas fascistas. Existen muchas publicaciones sobre lo ocurrido en Francia durante esos meses iniciales de 1939, detalles sobre los campos en las playas, el trato de las autoridades francesas, los abusos de los soldados senegaleses, el frío, el miedo, el hambre y las ratas. Sin embargo, las experiencias de los protagonistas son lo más impactante y cuesta mucho recuperarse después de leer los testimonios de las personas que vivieron esos momentos, sobre todo, los civiles. Además, no podemos obviar el sentimiento de derrota, desilusión, humillación y desengaño que impregnaba las miradas de aquella gente porque muchos venían de luchar por una sociedad mejor y su proyecto había sido vencido por el fascismo. Cuando las autoridades francesas abrieron la frontera y permitieron la entrada en el territorio galo, los refugiados, en lugar de libertad, encontraron en demasiados casos alambradas, arena, pan duro y poca solidaridad. El estado francés estaba sumido en una grave crisis económica y el exilio constituyó para las autoridades un problema político y originó en la sociedad de la época rechazo y xenofobia. Esta es la realidad que se encontraron mis abuelos y mis tíos al entrar en Francia.  

Estuvieron algunos días en la Jonquera, no sabemos cuántos, y allí gracias al ingenio de los más jóvenes guiados por Doloretes (vestida de hombre) consiguieron comida, hasta el momento en el que fueron obligados a dejarlo todo y subir a unos camiones y a un tren. El relato aquí es muy vago y los recuerdos reaparecen con la familia situada en Normandía en un ambiente más amable que el que sufrieron los exiliados ubicados en los campos de la playa: Argelès, St. Cyprien, Barcarès, etc. Desconozco el motivo del traslado de la familia al norte, supongo que las autoridades francesas hacían lo posible por eliminar la presión migratoria del sur de Francia, pero no he encontrado los criterios que se aplicaron para decidir qué familias iban al norte y cuáles permanecían en el sur. 

En los relatos de Salvador, Doloretes y Rosita, se mezclan nombres y espacios: Langrune-Sur-Mer, Arromanches, Cresserons, Dozulé, Caen. Los recuerdos apuntan a que permanecieron unos días en Langrune porque mi tía Rosita recuerda el nombre del Hotel Petit Paradis, donde les colocaron y Salvador habla de una casa de colonias, que podría ser el mismo edificio o alguno cercano. Aquí toca contar que los niños vieron por primera vez un inodoro, inexistente en aquella época en las casas humildes de Fraga y pensaban haberlo roto cuando tiraron de la cadena y salió agua. Posteriormente los llevaron a un campo de refugiados, en Arromanches. Estuvieron en pabellones aproximadamente un año y el puesto de cocinera de mi abuela les garantizaba la comida, además los hombres podían salir a pescar cangrejos por lo que parece que hambre, no pasaron. En el campo había españoles y estaba vigilado por guardas porque mi tía Rosita enfermó de sarampión y las mujeres del barracón a las órdenes de mi abuela la escondieron debajo de los colchones para que no la encontraran esos guardas y la alejaran de la familia, como había pasado con Joaquinet por un brote de sarna. Actualmente, ella es la que más recuerdos tiene de esa época, recuerda que tenía una amiga y rememora también canciones: El primer plato que dan son garbanzos mal cocidos, el segundo macarrones helados y mal hervidos. Los domingos la madame nos da para el desayuno una taza de chocolate para 331. Pese a todo, las condiciones de este campo no tenían nada que ver con las que sufrieron los exiliados en el sur y transcurridos unos meses mi abuelo y su segundo hijo, Joaquinet, podían salir del campo para ir a trabajar en la construcción. Con el tiempo, les mandaron a Dozulé, les proporcionaron vivienda, trabajo y escolarizaron a los más pequeños (¡en francés! – recuerda Rosita). Allí ya no estaban ni Ramona ni Valero porque hacía tiempo que habían dejado al grupo para continuar camino con la familia Ríos, pero se incorporó Valentín (pareja de Doloretes) y Nuria, la hija que tuvieron. 

El ambiente en Francia se fue oscureciendo y pese a tener “la vida solucionada” mi abuelo Joaquín comenzó a pensar en regresar a España. El gobierno francés potenció esa idea y, además, la II Guerra Mundial había estallado, así que las previsiones no eran muy halagüeñas. Con este panorama, la familia decidió regresar a España y dejar atrás Dozulé, los chocolates que les daban en la tienda del vecino, las clases de francés y los trabajos en la construcción, para iniciar el camino de regreso, en carro y sin mulo. Aquí de nuevo se mezclan los recuerdos, aparecen soldados americanos, soldados alemanes y la figura de “Lo Mallorquí”, un tratante de fruta que vendía higos en el Hotel Sorolla de Fraga y para el que mi abuela trabajó antes de la guerra. Es increíble cómo pudieron localizar a esta persona (¡sin móvil y sin internet, por su puesto!), después de llevar varios años dando vueltas por Francia, con conocimiento básico del idioma, en condiciones nada favorables y en medio de un conflicto bélico mundial. Pero lo consiguieron, y este señor les pagó los billetes del tren que los llevaría a Barcelona. 

Al llegar a España, detuvieron a mi abuelo, a su hijo Joaquinet y a su yerno Valentín. Los llevaron primero a Reus y después soltaron a mi abuelo mientras que a los otros dos los trasladaron a un campo de Algeciras, donde estuvieron un año detenidos. Al mismo tiempo, las mujeres y los niños pudieron continuar camino hacia Fraga, en autobús, ayudadas por un militar al que cuidaron durante la Guerra Civil. Al llegar, encontraron la casa bombardeada y saqueada, así que se pusieron a acondicionarla para poder ocuparla e iniciar una nueva vida donde la habían dejado hacía unos años. Tras el regreso, los recuerdos de los más pequeños hablan de juegos, de comuniones, de la muerte de Nuri, pero no dicen nada más. Suponemos que la vuelta no fue fácil y que en Fraga nadie les facilitó las cosas, porque eran una familia exiliada que regresaba a una sociedad sumida en una posguerra atroz, con vecinos que negaban sus ideales por temor a la represión y con otros que alardeaban de su poder por pertenecer al bando de los vencedores. Suponemos también, que la opción que tomaron para sobrevivir fue la de la discreción y la no implicación política, porque eso se respira todavía en las reuniones familiares, el miedo a significarse, la frase típica de “esto sólo te traerá problemas” con la que mi padre desautoriza cualquier actividad política o cultural en la que yo pueda participar aún a día de hoy. 

En 1958, mis tíos Valero y Ramona pudieron volver a España, de turismo y con el miedo en el cuerpo al pasar por la frontera. En 1963 mi abuela Dolores regresó unos días a Francia, esta vez con sus dos nietas francesas y en un tren regular. 

Et voilà! Esta es la historia que os puedo contar del exilio y su relación conmigo. Solo quiero recordar que no he pretendido redactar un relato histórico porque no tengo formación para hacerlo y porque desconozco mucha información.  Pero es cierto que lo que aquí he reflejado viene de los testimonios de mi padre, mis tíos y mis tías. Quizá algún día podamos hablar abiertamente del tema y llenar alguno de los huecos que han quedado en esta historia y así poder transmitirla para que no se olvide.